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De Esther Castells / Ganadora III edición  www.excelencialiteraria.com

 

Adam Clutter salió a cerrar la verja del jardín de su casa, una más entre los adosados idénticos y grises, cuando la niebla comenzaba a espesarse. Empezó a chispear.

Todas las tardes, al volver del trabajo, Adam salía a correr, un pasatiempo que había convertido en hábito y válvula de escape. Tramo a tramo, pisada a pisada, se alejaba por las calles al tiempo que su cabeza vagaba por las zonas oscuras de su vida.

El barrio donde vivía, en otro tiempo, fue un distrito floreciente. Pero desde que cerró el Saint Agnes, un hospital, Fellowship church se había convertido en un arrabal. Adam recordaba con nostalgia cómo era durante su infancia, el lugar ideal para formar una familia.

Sus zapatillas golpeaban el asfalto húmedo. Intentaba concentrarse contando sus zancadas, pero no conseguía abstraerse. Con una punzada de amargura pensó cuánto cambia la vida de un día para otro: todo lo que conocías se torna en humo y ceniza.

Hacía un año que había enterrado Joseph Clutter, que no fue un buen padre. Hizo de la vida del niño y de su madre un rosario de lágrimas y sufrimiento. Cuando Adam aún creía en príncipes y dragones, tan sólo advertía sonrisas en el rostro de su madre. Y a su padre lo contemplaba como a un hombre fuerte y moreno, apegado a sus Rayban  de aviador y a los  programas deportivos.

No pasó mucho tiempo  hasta que perdió la inocencia. Se percató de que su madre esbozaba sonrisas tristes y que la plenitud de su padre escondía una profunda despreocupación por su familia.

Joseph trabajaba a jornada completa en una carpintería. Adam observó que sus retrasos se concatenaban, hasta que empezó a no dormir en casa. Dejó de preocuparse de ellos, incluso de las facturas.

Recordaba a su madre en la mesa del comedor frente a un montón de pagos. Se vio obligada a hacer innumerables turnos de más en un pub.

Joseph compaginó sus estudios con un trabajo a tiempo parcial. Para entonces habían comenzado las discusiones a gritos con su padre, hasta que una noche, bajo la lluvia, se fue de casa, prometiéndose a sí mismo no volver.

Habían pasado muchos años desde aquel día. Había tratado, por todos los medios, que su madre abandonara la casa para irse a vivir con él. Pero Jocelyn se negaba porque no quería abandonar a su marido.

-Adam -la suave voz de Jocelyn sonó al otro lado del teléfono-. Pese a todo Joseph es mi marido, y también tu padre.

-Él no te cuida, Mamá. Sólo se quiere a sí mismo -Adam arrastró las palabras con furia.

-Pero yo, a él, sí. Es lo único que importa -La voz de Jocelyn se quebró-. Escúchame, Adam: cuando eras pequeño sostuve el matrimonio por ti, para darte la mejor infancia posible. Ahora tu padre envejece, y yo también. Nos necesitamos –suspiró-. Quiero dejar el mundo con la conciencia tranquila, sabiendo que hice lo que debía, porque la conciencia es lo único que la muerte no nos arrebata.

-Mamá, por favor…

Ella se quedó callada por unos momentos.

-Prométeme que, cuando ya no esté, harás lo que haría yo: cuidarás de él.

Seis meses después recibió una llamada inesperada. Le costó reconocer la voz de Joseph. Le anunció que su madre había muerto. Una hemorragia cerebral. Según el forense, no había sufrido.

Aminoró el paso y se apoyó en una pared, jadeando.  Su corazón palpitaba con fuerza. Los recuerdos se le amontonaban sin pedirle permiso. Eran fantasmas que le atormentaban. El médico le había dicho que se enfrentara a ellos para que dejaran de torturarle.

Tras el funeral, padre e hijo se distanciaron de nuevo. Ya no había nada que los uniera. Sin embargo, un día de abril, recibió una llamada: habían ingresado a su padre. En el hospital le comunicaron que se trataba de una metástasis ósea. Le dieron tres meses de vida.

No reconoció el precio del deber hasta aquel día. Sabía lo que debía hacer porque era lo que Jocelyn hubiera hecho. Volvió a su antigua casa, al número veintitrés de Backward Street, y cuidó de él hasta que falleció mientras dormía.

Esther Castells
Esther Castells

En la funeraria, frente a él, no fue capaz de encontrar una buena imagen que le reconciliara con su padre y le hiciera llorar su ausencia. Tan sólo veía un rostro amarillento, pero sólo sentía el abismo de pérdida. Le habría gustado llorar por él. Y lloraba porque no era capaz.

Una sensación de irrealidad lo invadió al entrar en casa. Todo parecía un sueño. Pero las Rayban seguían en el aparador. Nunca más las llevaría puestas.

Se fijó en las cortinas de ganchillo que tejió su madre, en la ropa que había en los cajones, las fotos sobre los muebles, los cuadros… Se había quedado solo.

Adam se detuvo frente a un semáforo en rojo. Mientras los coches pasaban, expiró con fuerza y, agotado por el esfuerzo, se encogió, posando las manos en las caderas mientras el agua caía chorreaba por todo su cuerpo.

Al ponerse el semáforo en verde, se recompuso. Ya era hora de volver a casa.

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