taller de alquimiaDe Lourdes G. Trigo (lourdesgtrigo.blogspot.com). Ganadora de la II edición www.excelencialiteraria.com

 

Mi amigo Antonino fabricaba emociones. Había heredado el taller de su padre, un hombre bajito y arrugado que dedicó las últimas décadas de su vida a instruir a su hijo en las complicadas técnicas de recolección, destilado, envasado y distribución de sentimientos. Tanto inspiró a su hijo que, a su muerte, mi amigo se convirtió en el vendedor de emociones más profesional de la región.

-Nino, venga, no seas… -le decía a veces algún vecino-. Si apenas son unas gotas. Y sabes que lo necesito. Que como vaya otra vez al examen de mal humor, me la cargo. Tú me pones la dosis. Si no se va a notar…

Y Antonino respondía, con una seriedad que echaba para atrás, algo así:

-Lo siento, pero no puedo dispensarlo sin prescripción médica. Vaya al ambulatorio y que don Miguel le haga una receta.

Los meses que me tocaba cobrar el paro, echaba los días en el laboratorio de Antonino. Disfrutaba mucho viéndolo trastear entre las balanzas de precisión, las probetas y los vasos de precipitado. Nunca he visto a nadie tan profesional como él. Yo me pasaba la mañana hablándole de mis reflexiones, siempre profundas y muy sentidas, y él ni siquiera respondía con una inclinación de cabeza. Sólo cuando terminaba de tapar el último frasco y de registrarlo conforme a la normativa, se acercaba y me daba una palmada en el hombro.

-Tienes razón: todo es un desastre. Pero habrá que seguir.

Y continuaba el trabajo hasta que caía el sol.

Para que se hagan una idea de lo meticuloso que era mi amigo Nino, les contaré una anécdota que me pasó hace una semana: la mañana de aquel martes fue, sin exagerar, la peor de mi vida. No les contaré todos los pormenores porque este no es el sitio, y tampoco acabaría, pero basta decir que en aquellos meses mi vida se había ido derrumbando poco a poco hasta que sentí que ya no me quedaba nada en lo que apoyarme. Total, que llegué al taller de Nino como ya se imaginarán. Y comencé a hablar de lo injusta, de lo insulsa, de lo gris y triste que era mi vida. De mi incapacidad para cambiarla, para luchar, para levantarme por las mañanas si lo único que encontraba era lo gris, lo triste, lo insulso y lo injusto. Y Antonino, por primera vez desde que lo conozco, dejó sus probetas, tomó un pañuelo y se acercó a mí:

-Niño, que esas lágrimas valen dinero.

Lourdes G. Trigo
Lourdes G. Trigo

Y las recogió en un saco de papel que guardó con su etiqueta correspondiente.

Así que ahora tengo diez gramos de lágrimas congeladas en el almacén de Nino, entre las risas de despecho de un viejo conocido y las de enfado, que creo que son del propio Nino. Si ustedes esperan una semana a que el maestro las destile, podrán degustar quince mililitros de mi decepción por tan sólo veinticuatro euros. Eso sí, siempre que se lo prescriba el médico.

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