Relato: ‘El té de la nostalgia’ de David Fuente

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Taza de té

De David Fuente. Ganador de la III edición www.excelencialiteraria.com

 

Como en el Instituto de Investigaciones en el que estudio es pequeño, tenemos café y té gratis. Apenas me gusta el café y menos las infusiones; estas últimas siempre me han resultado insípidas. Un sabor a medias entre la hierba y el agua tibia: combinación que no me apetece en ningún momento. Pero hace unos días, por curiosidad, me puse un té de manzana y canela. Tenía hambre y necesitaba matar la gusa para salvar la hora y media que quedaba de clase.

Llené la taza con el agua caliente del dispensador y metí el sobrecito aterciopelado. Casi al instante, unas finas líneas de tono rojizo empezaron a salir del saquito, y a danzar y a enroscarse formando volutas de color rubí. Revolví el contenido, matando el espectáculo, y acerqué la taza a mis labios. El agua caliente emanaba vapores. Entonces, en esa afición que impulsan las bebidas calientes –y eso que, yo de esto sé poco– a encerrarlas entre las dos manos y a deleitarse con su aroma antes de soplar para el primer sorbo, todo se desató.

Cuando las emanaciones del aromatizante penetraban en mi nariz como si se tratara un campo entero de manzanos atizado por un sol intenso, me sentí transportado a Estambul, sentado junto a Jess, Isa y Carlos, bebiendo té de manzana en esos pequeños vasos, fumando tabaco de regaliz, llenando los pulmones de aquel humo denso y blanco, tratando de desaparecer tras él, tal y como hacían los hombres –apenas había mujeres– que nos rodeaban. Entre relajados y aturdidos por el humo, esperábamos a que dejara de llover y descansábamos de la caminata propia de haber visitado mil lugares: la Mezquita Azul, ese coloso diáfano en cuyo interior cuatro enormes columnas interrumpen la vista para recibir el peso de las gigantescas cúpulas, plagadas de ventanales; Santa Sofía, mucho más oscura y mística con sus mosaicos y medallones; el caos del Gran Bazar, con sus millones de artículos en venta inundando ambos lados de la calle, brillantes y coloridos, convertido el recinto en un laberinto para turistas; el atardecer desde el café Pierre Loti, recortando las decenas de minaretes que aguijonean la ciudad… Y allí escuchábamos, recostados sobre los cojines con motivos vegetales, cómo les iba la vida a dos buenos amigos que habíamos conocido en Tenerife y que se habían embarcado en la aventura turca sin muchos más asideros que su mutuo apoyo.

Recuerdo la paella que les hicimos, con cuatro gambas compradas en un mercado que se encontraba junto al Cuerno de Oro, para intentar llevarles algo de sabor hogareño; o la pastelería que estaba junto a su piso, regentada por una familia que nos escribía en una calculadora el precio a cobrar y que siempre nos regalaba unos baklavas. También el regreso de las islas Príncipe sobre el techo de la cabina de mando del barco —en esa falta de regulación tan impropia de Europa y tan dueña del mundo— y el viaje hasta la misma orilla del Mar Negro para constatar, finalmente, que no, no era tan negro. ¡Vaya semana larga…!

Los aromas tienen este sentido incontenible, en el que los recuerdos no aparecen con la nitidez de una imagen, sino que cobran rienda suelta produciendo una galopada de sensaciones.

Y no acabó ahí.

Del paseo por Estambul y de los geniales retratos a lápiz hechos por Carlos, que colgaban de una pared de su habitación, el recuerdo saltó a Tenerife, la isla donde nos habíamos conocido. En concreto, me transporté a la comida a las puertas del taller de pintura de la Universidad de la Laguna, en el pequeño patio que se encontraba a la salida de clase, bajo aquel sol canario del mediodía, donde un valenciano, una catalana, dos vascos, una gallega y una extremeña se juntaban con varios isleños y cada cual traía un plato de su tierra. La “pizza” de Pasc, las bolas de arroz de Isa, el almogrote de ¿Paula?…

Y, de pronto, la recreación por el pasado se mezcló con la curiosidad presente. ¿Qué habrá sido de Noemí? ¿Y del terremoto que era Laura? ¿Y del resto de chicos de Hustle? Samuel se iba para Madrid… ¿Y los compañeros de fundición a la cera perdida? ¿Y Ayose? ese MacGyver tinerfeño capaz de construir cualquier cosa, vestido con su camiseta de Marea, curiosamente interesado por el cine vasco y, desde entonces, dueño de la txapela que le llevamos y que, quién sabe si guardará con cariño o si se atreverá a sacarla a lucir por las calles de la isla.. Tantos amigos en nueve meses… Gara y su perrita malhumorada, Esme, Chano —¡que ya ni siquiera existe tal y cómo está aferrado a mi memoria!—, Christian bajo los ojos de Pasc, Sergi —el guardia civil menos guardia civil que haya conocido—, el incomprensible Mauro… y otros nombres que por alguna estúpida razón se me escapan, a pesar de que hemos compartido buenos momentos. ¡Ah! Y estupendos profesores con los que crecimos pictóricamente aquel curso, como Severo y Atilio…

Y no pude pensar en Tenerife sin acordarme de aquella pista de atletismo con forma de volcán, hasta cuya base me llevaba el tranvía —quién sabrá por qué allí lo llaman «metro»—, y en cuyo trayecto me acompañaban tantas y tantas lecturas. En aquella pista conocí realmente a los hermanos Millan y a todo el equipo de lanzamientos: a Samba —un militar que rompía mis esquemas sobre las fuerzas del orden—, al luchador de Fabian —que entrenaba más de lo que su mujer podía imaginar—, a Valentina, a Palma, a Roque…

Al entrar el recuerdo en el mundo del atletismo, se desató el caos. Ocho o nueve años recorriendo España de un lado a otro, con unos compañeros habituales y otros que iban y venían.

No sé cuándo me sentí de nuevo con los pies sobre las baldosas de mi universidad mexicana, en el descanso de la clase de sociología política. Aquí también estaba haciendo buenos amigos, subiendo a montañas tan altas como nunca antes había ascendido, y sumergiéndome en aguas tropicales.

foto enero 2015 (1)
David Fuente

Aún me queda año y medio, pero ya sé cómo acabaremos: con la promesa imposible de volver a vernos, cientos de fotografías, una sacudida intelectual como quizás no pueda volver a disfrutar y unos olores traicioneros, insospechados, que quién sabe dónde y por qué, me asaltarán para generar esta contradicción temporal que es la nostalgia, una agridulce tensión en el pecho producida por un cruce entre los buenos momentos que ya fueron, la gente que los compuso y la conciencia indeseable de que nunca se repetirán estas vivencias.

<<¿Nostalgia a los veintiséis?>>, pensé mirando el líquido rojo mientras volvía a clase. <<Pues sí que empieza mal el juego…>>.

 

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