Relato: ‘El canguro’ de Sebastián Iñaki Lizárraga García

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CanguroDe Sebastián Iñaki Lizárraga García (15 años). Liceo del Valle A.C. (Guadalajara, México). Excelencia Literaria.

 

—¡Estúpida máquina!

Llevaba las últimas tres horas haciendo tragar a la máquina monedas de cinco pesos, blasfemando contra los creadores de ese abominable juego y, sobre todo, tratando de llevarme al preciado canguro de peluche que me esperaba detrás del cristal.

Saqué por enésima vez una moneda de mi bolsillo. Yo sabía que esta vez iba a ganar. La dejé caer al precipicio que se escondía tras la ranura. Súbitamente, se escucharon sonidos musicales y prendieron las lucecitas de colores que iluminaron mi cara. Me preparé para agarrar la palanca y mover la garra que le daría captura al preciado canguro de peluche que descansaba allí.

—Esta vez.

La garra se movió a la derecha.

—Hoy ganaré.

La garra se movió hacia delante.

—Soy el mejor jugador.

La garra se extendió, queriendo abrazar al muñeco.

—Eres mío.

La garra sujetó la cabeza del canguro.

—¡Sí! ¡Sííí!

La garra mecánica se dirigió a la compuerta por donde se entregaban los premios.

—¡Gané!

La garra soltó al canguro a medio camino, quien cayó entre los peluches manteniendo su sonrisa descarada.

El mundo se desvaneció. Le di una patada al juego.

—¡Payasada de máquina! ¡Me has engañado!

Tuve un atisbo de cordura y me preparé para irme, mirando al suelo. Fue entonces cuando vi la moneda. Me quedé mirándola unos segundos. ¿Acaso era una señal del cielo? El águila en su relieve me dirigió una mirada retadora y la recogí. Volví hacia el juego y la metí en la ranura, esperando que una moneda de la suerte fuera la que me permitiera capturar al mentado canguro.

La garra se movió.

—Eres mío.

La garra se extendió sobre la coronilla del peluche. Me quedé mudo. Agarró la cabeza del muñeco y lo llevó a la zona de victoria: “You won” (“ganaste”).

Sostuve al peluche con furor. No era un canguro. Era un mono de peluche.

—¡Nooooooooo!- grité arrojándolo al suelo.

Lo que sucedió a continuación es difícil de explicar. Las monedas salían y salían de mis bolsillos. Parecían interminables, al igual que mis desilusiones. No supe como acabé exhausto y sentado sobre una montaña de peluches. Había ranas, osos y mapaches a mi alrededor, pero no había canguro alguno.

El canguro me seguía observando desde el interior de la tragaperras. Tal vez fue mi imaginación, pero juraría que en su boca se formaba una sonrisa diabólica. Empecé a golpear con los puños la máquina, haciendo temblar a los peluches que se encontraban en ella. Un policía robusto me detuvo.

Entonces vi al sinvergüenza del canguro moverse. Me saludaba con su manita café, al parecer burlándose de mí. Le grité al policía que no entendía, que el canguro estaba vivo y lo sacaría de allí a toda costa.

Al parecer no me creyeron, porque me enviaron al manicomio.

Pasaron varios meses. Cada día era una nueva lucha contra el canguro y contra mi desesperación. Un día, un estudiante de psiquiatría curioso me preguntó:

—¿Por qué quieres atrapar tanto al canguro?

—Porque perdí. Ya jugué mucho al juego de la vida. Y perdí. Pero si atrapo a ese animalejo sin escrúpulos, no habré perdido todo.

—¿Y qué perdiste?- la pregunta fue agria, pero la tenía que contestar.

—Yo tenía una esposa, hijos y una gran fortuna. Pero nunca lo gané. Lo perdí. Primero fueron las carreras, luego las cartas, y por último las tragaperras. Mi familia no me quiere. Me llaman ahora ludópata y chalado, pero ellos no son mis enemigos.

—¿El canguro es tu enemigo?

—No.

—¿Es tu amigo?

—Tampoco.

—¿Qué es?

—El canguro soy yo.

Unos días después me preguntaron si me sentía recuperado. Me devolvieron mi teléfono, mi cartera y la ropa con la que había llegado. Salí de la celda blanca, sabiendo que yo sería desde entonces mi único captor.

El destino me llevó a una tienda de regalos. Entré y me vi en un espejo. Pero ese espejo me reflejó menos de lo que vi a continuación. Allí, en el mostrador, sin una máquina ni una reja, se encontraba el canguro. Ahora estaba inmóvil, como una estatua.

Sebastián Iñaki Lizárraga García
Sebastián Iñaki Lizárraga García

Me acerqué a él y extendí mi mano en forma de garra. Aplasté su cabeza y lo levanté en el aire.

—Gané.

Saqué mi móvil y marqué el número de mi esposa. Ya había perdido mucho. Era la hora de ganar.

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