Relato: ‘La pasajera accidental’ de María Reyes del Junco

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De María Reyes del Junco. Ganadora de la VIII edición www.excelencialiteraria.com

 

La carretera se perdía en el infinito con sus hileras de adelfas florecidas. Las vaharadas de aire caliente, a lo lejos, desdibujaban los contornos. La chica aguantaba estoica en el arcén, pulgar levantado y mirada suplicante. Tenía los pies sucios en sus sandalias, cuya suela parecía reblandecida por el calor del asfalto, y las uñas mal cortadas o algo rotas. Un camión emergió en el horizonte, veteado por el efecto titilante del aire, y se fue haciendo más consistente y cercano, hasta que pasó por delante de ella con sus ruidos como estertores, abriendo a su paso colosal una ráfaga de viento y humo.

La chica, con el ceño fruncido, bajó el brazo y se fue a la sombra de las adelfas, donde había dejado su mochila. Sacó una botella de agua y bebió. El agua le resbalaba por las comisuras hacia el cuello, abriéndole estrías de piel más rosada y limpia. Un claxon sonó, algo lejano, pero insistente. El camión se había parado más adelante. La chica sonrió, bebió un sorbo más y se colocó la enorme mochila, con torpeza y prisa, para salir corriendo hacia el armatoste que la esperaba mientras las sandalias luchaban por escaparse de sus pies sucios.

Desde el lado del copiloto no pudo ver al conductor. La puerta, en lo alto del vehículo, estaba cerrada y con la ventanilla abierta. Se subió a la escalera y se asomó para encontrar a un hombre joven, delgaducho y moreno, con la camisa impecablemente planchada, abrochada hasta el último botón del cuello, mirándola con ojos llenos de estupor.

-Hola- dijo ella, sonriendo agradecida.

-¿En serio?

La chica dejó de sonreír gradualmente, mientras el silencio se asentaba entre ellos. El hombre seguía observándola con el mismo asombro, pero con cierto reproche. Un coche pasó a toda velocidad por la carretera, sin dejar de tocar el claxon.

-¿En serio te vas a subir conmigo? No sabes quién soy, ni qué soy capaz de hacer ni nada.
La chica soltó al mismo tiempo un suspiro de alivio y grandes carcajadas. El conductor mudó la sorpresa de sus cejas levantadas por el contagio de su risa, y volvió a repetir:

-¿En serio?

-¡Por favor! -dijo ella, con la risa ya tenue.

-Bueno, baja un poco, para que pueda abrirte.

Se sentó y culebreó para quitarse la aparatosa mochila, que dejó en el asiento, a su izquierda, entre ella y el camionero, que al girar la llave del motor negó con la cabeza, diciendo en voz baja:

-Qué locura.

Se pusieron en movimiento. La muchacha inclinó la cabeza hacia la ventanilla abierta, apoyándola en el vano, y con los ojos cerrados dejó que el viento le diera en la cara y le sacudiera el cabello. El hombre la miraba de reojo, casi compulsivamente, no con desconfianza sino con una profunda curiosidad.

-No me has dicho adónde vas.

La chica, sin abrir los ojos ni cambiar la postura, contestó:

-Lo más lejos que llegues.

Al conductor se le escapó una sonrisa de incredulidad.

-Dime que, al menos, tienes una navaja o algo así a mano. Algo con lo que defenderte.

La chica abrió los ojos y se irguió en el respaldo.

-Tengo una pequeña en la mochila, pero nunca la he utilizado para defenderme. La uso para la comida y esas cosas.

-Deberías andar con más cuidado, chica.

Ella se encogió de hombros y se repantigó en el asiento. El hombre, viendo que no había conseguido reacción alguna, intentó concentrarse en la multiplicidad idéntica del paisaje de carretera.

Al rato, escuchó a la chica respirar con fuerza; se había dormido con la cabeza a un lado y la boca abierta. El halo de vulnerabilidad que la rodeaba desde que la vio con el pulgar en alto, se había acentuado. A pesar del calor sofocante sentía el extraño impulso de arroparla con su chaqueta.
Siguió conduciendo como cada día, aunque la presencia de la viajera hacía más agradable el pasar incesante de colinas y cultivos, aunque por dormir el silencio fuese el mismo de siempre, cuajado con el murmullo mecánico del motor. La rutina que a veces le desesperaba, se había vuelto una carga compartida cada vez que miraba a su derecha y la veía, tan ajena a los peligros del mundo que recorría con ese desenfado, esas risas y esos gestos con los hombros, como si vivir fuese un juego para no tomarse demasiado en serio.

El sol empezaba a caer cuando la chica se despertó. Se estiró en el asiento con un largo bostezo y rebuscó en su equipaje un paquete de galletas. Extendió el brazo, ofreciéndole una.

-Gracias -dijo el hombre.

-Gracias a ti- respondió con intensidad e intención.

El conductor mordisqueó pensativo aquel dulce.

-De verdad,…

-¿Qué pasa? –preguntó ella, algo alarmada.

-¿Cómo puedes ir por ahí sola, subiéndote a coches de desconocidos? Te puede pasar algo malo. Lo sabes, ¿no?

La muchacha tragó, se frotó un ojo con en el envés de la mano, todavía soñolienta, y se quedó mirándolo con ternura, sin decir nada.

-¿Te da igual? -insistió.

-Estamos llegando, ¿verdad? –le dio por toda respuesta.

-Sí, pronto veremos las afueras de Reims. Ahí descargo mercancía y doy la vuelta –le informó con un súbito mal humor.

La chica enarcó las cejas.

-¿Por qué te enfadas?

-No me enfado… Es que no puedo comprender que seas tan ingenua.

Ella le sonrió levemente y dejó que reinara el silencio. El entorno había cambiado: por fin empezaban a vislumbrarse indicios de vida urbana. A ambos lados de la autopista pasaban naves industriales y edificios lacónicos, rodeados de algunos camiones y automóviles.
Detuvo el camión junto a una puerta de hierro. El atardecer teñía de rojo los brillos metálicos y la vegetación de los márgenes de la carretera.

-¿Qué vas a hacer? No puedo entrar con este gigante a la ciudad. Creo que no queda demasiado lejos.

-No te preocupes; caminaré hasta que anochezca. Si me canso, acamparé por aquí y seguiré mañana.

El hombre suspiró y meneó la cabeza, apretándose con el índice y el pulgar los lagrimales. La muchacha posó en el suelo la mochila que los separaba y le puso una mano en el hombro.

-No puedes comprender lo maravilloso que es el mundo. Cada día me da una sorpresa mejor que la anterior.

La miró. Sonreía con confianza. Entonces el camionero abrió la guantera, sacó una navaja grande en una vaina de cuero y se la puso en las manos. Ella negó con la cabeza:

-Déjalo; no la voy a necesitar.

-Por favor, llévala siempre encima.

María Reyes del Junco
María Reyes del Junco

Al fin la aceptó. La colgó de la cinturilla de su pantalón, tomó la mochila de una de sus asas y, mientras bajaba los escalones de la cabina, echó un último vistazo al conductor.

-Gracias, de verdad.

-Ten cuidado.

Cerró la puerta y su figura se fue haciendo pequeña, cada vez más, hasta que desapareció por el horizonte con el último rayo de sol.

 

 

 

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