Por Patricia Rus. Ganadora de la XI edición Excelencia literaria. www.excelencialiteraria.com

 

Todas las calles son siniestras a altas horas de la noche, cuando solo permanecen despiertos unos pocos desventurados, pero ella se encontraba en una calle especialmente extraña.

No había luna en el cielo, y la contaminación lumínica que escupía una lejana cuidad, impedía que las estrellas se mostraran. Por eso, la única la luz que le permitía ver por dónde andaba era la de las farolas colocadas a lo largo de la calle, todas a la misma distancia las unas de las otras, aunque varias no funcionaban, lo que producía un mar de oscuridad en el que flotaban pequeñas islas de luz.

Aceleró el paso pensando que debería de haber traído algo de abrigo. Aunque fuera una noche de verano, el aire frio había levantado una brisa desagradable.

Se entretuvo contemplando su sombra; le gustaba. Esa mañana se había cortado el pelo. Cada vez que se acercaba a una farola, veía el resultado proyectado en el asfalto: un corte por encima del hombro, perfecto para el verano.

Cuando salía de las zonas iluminadas y pasaba a las de oscuridad, perdía de vista su sombra. Aunque fuera una compañía silenciosa, agradecía que esta apareciera de nuevo cuando entraba en un islote de luz.

La sombra aparecía delante de ella cuando se alejaba de una farola y, mientras avanzaba en su camino, se iba moviendo hacia atrás, proyectada por el haz de la siguiente. Comprobó que ocurría una y otra vez, hasta que se sintió mareada.

De pronto, cuando volvió a salir del océano negro a una de aquellas islas, se dio cuenta de que su sombra la saludaba. Pero ella llevaba las manos en los bolsillos. Además, esa sombra tenía el pelo largo.

Se detuvo en seco.

 

 

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