De Alonso Gil-Casares. Ganador de la II edición www.excelencialiteraria.com

 

Nadie percibió que era un oxímoron. Por eso a nadie le hizo gracia que Donald Trump compartiera, en su muro de Facebook, que iba a construir un muro para dejar de compartir los Estados Unidos con los mexicanos. Es una realidad compleja la de los muros: aunque a nadie le gusta construirlos, tumbar los que ya existen no deja de ser opinable.

Recuerdo al pequeño racionalista de ocho años, preguntándose de dónde se sacaba el catequista que cuando resucitemos podremos atravesar paredes e ir de un sitio a otro instantáneamente. Doy por sabido que los católicos no se contentan con la inmortalidad del alma, como los egipcios u otros pueblos antiguos, sino que sostienen que en el fin del mundo resucitarán los cuerpos, físicamente mejorados. Y en esas mejoras está la de atravesar los muros.

No sería un argumento fuerte contra el deseo de Trump decir que, pague quien pague ese maldito muro, después del Armagedón cualquier mexicano podrá atravesarlo si se lo propone. Al presidente electo no le preocupa el final de los tiempos. Y a los mexicanos que quieren pasar al otro lado, tampoco. 

A Marx ese final sí que le preocupaba. Manifestó que si destruíamos los muros, no habría paredes que atravesar, y confundiendo el efecto con la causa se atrevió a predecir el día del fin del mundo. Esta teoría está denostada, pero cuando Karl lo afirmó todavía no existían los Testigos de Jehová, y vaticinar fechas concretas concedía un halo de desafío a la propuesta. Destruir los muros del mundo será como haber resucitado, apuntó.

Ignoro si Zuckerberg pretendía enmendarle la plana a la apocalíptica marxista. Si es así, al norteamericano le salió el tiro por la culata. El muro de extraversión de Facebook es, en suma, la renuncia voluntaria a la protección de los propios límites y el sometimiento inconsciente de la propia autoestima a la interacción con otros usuarios. Pero esa desprotección está muy lejos de ser el paraíso en la tierra.

Efectivamente, el problema de pretender adelantar el final de los tiempos destruyendo los muros ignora dos preguntas fundamentales: por qué el ser humano no puede atravesar muros y por qué, entonces, se empeña en construirlos. Anular los muros no nos hace capaces de atravesarlos, sino incapaces de reconocerlos; y desconocer por qué el ser humano construye muros, inclina el razonamiento a considerar al hombre como el problema por resolver.

Byung-Chul Han sostiene que la enfermedad de la era de la comunicación se resume en no poder diferenciar entre mi yo y el de los demás; entre lo que me exijo y lo que me exigen; entre lo que quiero y lo que quieren. Como en Facebook la propia autoestima se abandona al juicio ajeno. Pero en el año 1978, el profesor Joseph Ratzinger manifestó su opinión de que el cuerpo funciona como mecanismo comunicador y, al mismo tiempo, limitador de la comunicación. Porque tengo cuerpo puedo comunicar mis sentimientos, y porque mi cuerpo no se puede sobreponer a otro cuerpo, ejerzo el límite espacial para quien está a mi lado. El propio cuerpo funciona como límite porque de otro modo no sería cuerpo: la sola comunicación en nosotros es la muerte, la disgregación, la pérdida de la corporalidad. Por eso, Ratzinger afirmó que la verdad de la resurrección se observa en ese deseo de “hipercomunicación imposible”, a la que nuestra generación es especialmente dada.

Alonso Gil-Casares

Pero nuestro niño racionalista en catequesis sigue sin saber por qué cuando resucitemos podremos vivir como fingimos hacerlo en Facebook. Y Trump sigue sin saber por qué no debería construir el muro. Al presidente de los EE.UU. no le daremos respuesta: que la busque en Facebook. El niño, sin embargo, encontró la respuesta en el artículo de Ratzinger.

Hace unos años un autobús “ateo” generó cierto revuelo con aquel “Es probable que Dios no exista”. Desde entonces los autobuses con mensaje también se han vulgarizado mucho, pero nos sirven para incoar nuestra perspectiva: “Es probable que no resucitemos”. ¿Probable?… La resurrección no es una cuestión de probabilidades sino de experiencia, que se funda en el deseo de atravesar los muros. Sin ella, sólo podremos aspirar a construir tabiques para siempre, como Trump.

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *