De Pablo Garrido. Ganador de la XIII edición www.excelencialiteraria.com

 

Redujo la intensidad de las luces y corrió las cortinas, dejando que los rayos de luna traspasasen la enorme cristalera. Después abrió una botella de champán y situó dos vasos en la repisa de una mesa baja. De seguido, un vinilo comenzó a girar sobre el gramófono.

-Todo listo -sonrió mientras sostenía uno de los vasos en la mano.

Andrea entró en el salón. Le sobresaltó ver la sala de aquella manera.

-¿Qué es todo esto, Juan? – preguntó con voz queda.

-Quería darte una sorpresa, querida. Hace tiempo que no bailamos.

-Oh… -pareció confundida-. Agradezco tu esfuerzo, pero creo que ya somos muy mayores para estas cosas.

-Tonterías. ¿Recuerdas hace cuatro años, cuando salíamos todos los viernes a conquistar la pista de baile?… Éramos los reyes del jazz.

-Por supuesto que me acuerdo. ¿Cómo olvidarlo? -se quedó pensativa mientras contemplaba la luna-. Sin embargo eso ya se acabó… La enfermedad no nos ha dejado otro remedio. Y de golpe ha caído sobre nuestros hombros el peso de los años. Las piernas no nos aguantarían una danza como aquellas.

– Querida, no podemos dejar que las adversidades hundan nuestros corazones. De seguir así, caeremos en un mundo en el que el champán ha perdido sus burbujas.

-Y sea una bebida insípida -completó Andrea-. Me lo has dicho muchas veces. Sé que tienes razón; es solo que no me veo con fuerzas.

Un violín comenzó a sonar con una melodía tranquila.

-Bailemos, Andrea. Bailemos y que nuestros huesos vuelvan a sentirse vivos como antaño – declaró Juan.

Se acercó a ella y tomó sus manos cansadas con delicadeza. Ambos se miraron a los ojos mientras un piano acompañaba al violín. Poco a poco, el ritmo de la música fue animándose al tiempo que los pies de los ancianos se desplazaban al compás. Habían dispuesto el baile sin prisas: sus pasos eran torpes y lentos. Pero mientras avanzaba la noche, sus movimientos se fueron haciendo más ágiles. Sus cuerpos, hacía unos momentos frágiles, comenzaron a moverse con presteza. Daban vueltas y más vueltas en el salón y las arrugas de sus rostros fueron disipándose, como unos garabatos que desaparecen bajo una goma de borrar. El pelo canoso se les tiñó de color. Habían cobrado vida: Andrea lucía una melena de color castaño que volaba con alegría en cada vuelta. Las manchas en su piel ya no estaban y sus manos hinchadas y rígidas se habían vuelto delgadas y firmes, al tiempo que las piernas eran de pronto vigorosas.

Bailaron con viveza alrededor de la sala. El eco de sus pasos, amortiguado por una alfombra, acompañaba la música. Y la luna contemplaba el milagro a través de aquella ventana, observando a los ancianos, de pronto jóvenes y hermosos. Las sonrisas de los jóvenes mostraban una alegría sincera; sus ojos, pasión.

La música cesó y el vinilo dejó de girar. Exhaustos, se quedaron quietos en mitad del salón. Respiraban con fatiga sin quitarse los ojos el uno del otro. Juan la tomó de la cintura y se fundieron en un beso. Una luz trémula en una de las esquinas dejó de parpadear y brilló con intensidad.

Pablo Garrido

Cuando volvieron a abrir los párpados, las arrugas poblaban de nuevo su piel; su pelo se había tornado canoso y apagado; sus huesos eran otra vez frágiles, y las manos torpes y artítricas.

Los ancianos permanecieron agarrados por las manos, haciendo caso omiso a los cambios que se habían producido en sus cuerpos. Volvían a ser los de antes, pero algo había cambiado en su su mirada: las pupilas les desprendían un destello especial.

 

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