De Patricia RusGanadora de la XI edición de www.excelencialiteraria.com

 

Estaba desorientado… No sabía dónde se encontraba. Ni desde cuándo. Ni por qué… Solo una cosa era segura: estaba vivo. Vivo y en el agua, flotando a la deriva.

El agua era salada. Entonces, ¿qué océano o mar era aquel?

No se molestó en abrir los ojos; le entraría agua y sería muy molesto. Tampoco le hacía falta, pues lo único que vería sería un mar azul, un cielo azul y, posiblemente, alguna nube blanca.

Era de día. El sol le quemaba las zonas de su piel que quedaban fuera del agua. En lo demás, en lo sumergido, el mar le transmitía un frío insoportable. Acabaría volviéndose loco. Aun así, le gustaba el contraste de temperaturas. También disfrutaba dejándose llevar por el movimiento de las olas: arriba y abajo, izquierda y derecha… Aquel movimiento rítmico era todo delicadeza. También la textura del agua y la brisa que le rozaba la cara de vez en cuando. Se preguntó qué pasaría si llegara una tormenta. Supuso que, aunque lo averiguara, nunca podría contarlo. Entonces, ¿de qué serviría adivinarlo?

Aunque la idea de una tempestad le aterró, sentía más miedo al pensar en las innombrables criaturas que podrían estar en ese instante debajo de él. Imaginaba a los peces como seres siniestros, acostumbrados a la oscuridad, presión y temperatura de aquella enorme masa líquida. Intentó desviar sus pensamientos a cualquier otro asunto que no fuera su absoluta vulnerabilidad.

Estaba bocarriba. Flotaba con los brazos y las piernas extendidos, como una estrella de mar. Nunca mejor dicho. Tenía la oportunidad de elegir entre quedarse inmóvil o nadar. Entonces, sin abrir los ojos, empezó a nadar.

Al cabo de dos segundos se chocó con el bordillo de su piscina.

 

 

 

 

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