De Silvia Marcé. Ganadora de la XIV edición www.excelencialiteraria.com

De la escena puede decirse que era predecible: una niñita, en el frío de una noche de diciembre, salía de una lonja abandonada con una vieja lámpara oriental en las manos. Por su expresión se adivinaba que lo que portaba era un tesoro. Cruzó un par de calles alejadas del centro y llegó a su casa. Una vez en su habitación frotó la lámpara con delicadeza, hasta que un halo de humo azul salió de ella, y aguardó con paciencia a que el humo adoptara la forma de un genio.

–Has sacado al genio Hammut de su lámpara y, en agradecimiento, el genio Hammut te concederá tres deseos. ¿Cuál es tu nombre, afortunada? –habló el genio con voz profunda y grave.

–Mi nombre es Alba –dijo la niña.

–¿Y cuáles son tus tres deseos?

Alba se sentó un momento en el borde de la cama. No se había planteado qué podía hacer alcanzado este punto. Se acercó a la ventana y observó las luces navideñas de los vecinos de enfrente, cuya casa era muy grande, con un árbol precioso en la entrada. El árbol de Alba era viejo y pequeñito, y sus padres ni siquiera habían podido adornarlo porque llegaban muy tarde de trabajar.

–Deseo una casa y un árbol como la de los de los vecinos –enunció al fin, convencida.

–Hammut te dará lo que deseas –. Mientras el genio pronunciaba estas palabras, hizo un movimiento con la mano derecha y la casa se transformó en un bonito chalet, en cuyo jardín lucía un abetomuy hermoso cubierto de luces.

Entonces Alba se sintió sola, al no poder compartir ese regalo con nadie.

–Deseo que mis padres trabajen menos, para que puedan pasar tiempo conmigo –pidió la niña, encantada con su nuevo poder.

–Hammut te dará lo que deseas –sentenció Hammut, agitando de nuevo la mano.

En la cocina se oyeron risas. Alba supo que sus padres estaban allí, preparando la cena. Por fin disfrutarían de tiempo libre los tres juntos. Mientras se emocionaba pensando en ello, el genio se impacientó.

–Debes pedir un tercer deseo o Hammut se marchará sin concedértelo –la conminó con su voz profunda.

Alba miró las luces navideñas y escuchó las voces de sus padres en la cocina. Se sentía muy feliz, pero sabía que tarde o temprano la felicidad desaparecería, como las hojas de los árboles caducos. Después se fijó en la casa y en el jardín. Aquellas cosas la hacían un poco menos feliz, pero no desaparecerían nunca, como las hojas perennes del abeto.

–Ojalá… ojalá… ¡Ojalá perenne! –dijo por fin, no muy segura de que estar explicándose bien.

Pero Hammut la entendió a la perfección, porque agitó su mano suavemente y luego regresó al interior de su lámpara.

Silvia Marcé

Pasaron los días, los meses y los años, y siempre era Navidad. Sus padres siempre reían mientras hacían la cena, y la casa era preciosa siempre, pero Alba no era feliz. Se dio cuenta de que lo que hacía encantadora a la navidad era, precisamente, que acabase, y que el final de las cosas es tan importante como su principio. Viendo que ya no disfrutaba, comprendió que la felicidad es intermitente, que viene y va con los sucesos fugaces de la vida, que hay una felicidad específica para cada momento, irremplazable, innegablemente ligada al final de su origen. Desconsolada, abrió la ventana al frío de una noche de diciembre y mientras la ingravidez se apoderaba de su cuerpo y el viento silbaba al compás de sus ráfagas, Alba maldijo al genio por burlarse de ella, y pronunció dos únicas palabras:

–¡Ojalá perenne! 

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