Relato: ‘Cadena perpetua’ de Beatriz Jiménez De Santiago

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Cadena perpetua de Beatriz Jiménez De Santiago. Ganadora de la XI edición
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Llegó la hora. Eduardo se arrastró hacia la verja donde se concentraba la multitud. Había gente de distintas edades, todos presos con una misma condena. Los más jóvenes trepaban,sacudiendo violentamente el metal que los impedía cruzar al otro lado, descargando su rabia también con gritos e insultos. Los mayores esperaban sentados, un tanto apartados, temerosos de que esta ocasión fuera a ser peor que las anteriores. Estaban vigilados por policías, que azotaban a los que se les encaraban con agresividad.

Como Eduardo era un niño menudo, con pequeños empujones logró abrirse paso hasta la verja. Faltaba poco para que la abrieran y le convenía buscarse un hueco en las primeras posiciones, porque entonces estallaría una verdadera lucha por la supervivencia. Pero el resto de los presos decidió hacer lo mismo; el espacio se había reducido tanto que resultaba difícil respirar.

-¡Atrás! -rugía el alto mando-. ¡Atrás o no comerán esta semana!

Les bastó aquella última frase para disipar la rebelión: los primeros retrocedie-ron un par de pasos aunque sin abandonar el estado de alerta, preparados para echar a correr.

Se hizo un silencio sepulcral. Los ojos estaban ávidos y ansiosos; las manos, sudorosas. Un hombre de un uniforme oscuro se aproximó a la valla, introdujo una llave y la abrió de par en par con el chirriante timbre del metal oxidado en los goznes. Comenzaban unos macabros Juegos del hambre.

Se multiplicaron los gritos de angustia. Se reavivaron los empujones. Hubo tropiezos. Cada preso miraba por sí mismo.

-¡Adelante!

Se abalanzaron sobre las estanterías decididos a apoderarse de cualquier vívere. Había poca variedad. El arroz fue lo primero en acabarse. Desde hacía un mes no traían carne y el pescado hacía tiempo que se había convertido en mito. Por si fuera poco, hasta el precio del papel higiénico era desmesurado, inalcanzable para la mayoría de los condenados. Aquellos ciudadanos gastaban sus ahorros de la semana solamente en comida, pues ropa y calzado se habían hecho prescindibles para ellos.

Eduardo logró tres paquetes de comida para su familia, lo único que se pudo permitir con los billetes que le habían entregado sus padres, además de lo que él mismo se había ganado trabajando en lugar de ir a la escuela, como deben hacer los niños de su edad. Una vez pagó al encargado, se dirigió a la salida del supermercado.

Desde la puerta echó un vistazo hacia atrás. Le horrorizó lo que presenció: había niños que sollozaban a los pies de los estantes vacíos, y padres que les consolaban mientras se limpiaban sus propias lágrimas. Sus compatriotas peleaban por el último saco de comida. Y todo estaba impregnado de olor a podredumbre. A pesar de que muchos no habían logrado hacerse con nada, no traerían nuevos abastecimientos hasta la semana siguiente.

Beatriz Jiménez De Santiago

A continuación, dirigió su mirada al frente, horrorizado ante las familias que mendigaban por las calles para poder comer o que buscaban restos por los contenedores de basura. Había enfermos acostados en las aceras porque no podían pagar sus gastos médicos. Había jóvenes enfurecidos dispuestos a enfrentarse a las autoridades.Toda aquella población solo alberga una esperanza: que un libertador rompa la cadena perpetua a la que están atados para, así, recuperar la libertad.

Eduardo lloró de regreso a casa.

 

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