Relato: ‘Lección de anatomía psiquiátrica’ de María Álvarez Romero

De María Álvarez Romero / www.excelencialiteraria.com

 

Miró, ausente, el parpadeo de la bombilla, dilatada al igual que sus pupilas. A oscuras no es la vista la reina de los sentidos.

–Ha pasado tiempo desde que dejó de ver –le informó su maestro.

Un espasmo mudo respondió a la afirmación. El joven retrocedió, asustado. El forcejeo procedía de una camilla en penumbra. Sobre ella, una silueta a contraluz. Retorcido cuanto las cuerdas le permitían, un hombre dirigía el cuello hacia él en un ángulo imposible. Le recorrió un escalofrío.

–¿Por qué me ha traído aquí?

–Nuestro paciente sufre de una enfermedad poco común –explicó–. Es importante que estés atento esta noche. Con suerte, no volverás a encontrarte con un caso así en el futuro.

Dicho esto, enfundó ambas manos en unos guantes y, con suma delicadeza, acarició el cráneo del enfermo. El iris milimétrico del infectado se contrajo para dar habla al odio. El globo ocular, oscurecido bajo una estopa de venas, ocultaba los párpados en una mueca de locura. Bajo ellos, dos besos malva.

– Dime, ¿qué observas en él?

El pupilo obligó a sus piernas a obedecer. A medida que avanzaba la respiración del paciente se aceleró, hasta elevarse al techo como un volcán. Le huía el alma. Susurró en su mente un pensamiento fugaz. De nuevo el espasmo. Notó por primera vez el frío de la habitación.

–No tiene pestañas –tartamudeó.

–Sí tiene –le corrigió el maestro–. Claro que las tiene.

Aquella respuesta desconcertó al chico. No había vello sobre la piel de aquel hombre, que era lisa, fina y traslúcida. Le recorrían caudales venosos, evocando la maraña que sus poros cerrados jamás permitieron mostrar.

–Quiere decir que…

–Sí –se le adelantó-. Es un iluminado.

El muchacho permaneció en silencio, atónito. Había oído historias, leyendas, pero jamás llegó a creerlas.

–Creía que habían desaparecido.

–Los librepensadores nunca mueren. Por muy bien que actuemos. –Ante el silencio de su alumno, continuó– ¿Sabes cuál es la epidemia más mortífera?

El chico asintió con gravedad:

–La libertad.

–Pero, ¿es que el hombre no es libre? –preguntó su maestro, inquisitivo.

El aprendiz sabía que estaba poniendo a prueba sus conocimientos, así que retrocedió su mente en el tiempo y repitió palabras memorizadas cual letanía.

–No. La mente es individual y, por tanto, independiente. Aquello que llamamos libertad no es más que la suma de instintos que cimientan la naturaleza, algo que se nos ha dado al nacer, sin incongruencias, sin contradicciones, algo puro y adherido a nuestro ser que nos impulsa a completarnos, a cumplir nuestro proyecto y responder a nuestras raíces.

–La libertad es, por tanto, el germen del hombre –le relevó el profesor–, la inquietud, el querer saber más, la curiosidad. La inteligencia es la cuna del inconformismo, y el inconformismo el padre de la tristeza.

–Bestia a la que éramos sumisos.

–Hasta que volvimos a nuestros orígenes.

–A los instintos.

María Álvarez

–Exacto –afirmó el maestro, que volvió a dirigir su atención al paciente. De nuevo pasó las yemas sobre su tez, esta vez detrás de su cavidad auricular–. ¿Sabías que la procedencia del cabello reside en la idea? –. El muchacho se revolvió, incómodo–. Esto no significa que debas preocuparte, al contrario. Si así fuere, todos padeceríamos de su pandemia. Por suerte nuestros antepasados supieron combatirla a partir de su extracción. Unas salían a la luz, adaptándose al entorno y volviéndose benignas. Otras jamás se mostraban; la idea anidaba en el cerebro y lo transformaban por completo, convirtiendo al infectado en un ser sufriente. El pensamiento propio era lo que le llevaba a esa infelicidad continua. Ellos consiguieron hacerlas desaparecer, hasta que el número de iluminados se redujo a cifras minúsculas. Es decir, consiguieron la sumisión a base del razonamiento e imposición.

El silencio volvió a adueñarse del ambiente hasta que el pupilo despegó la cremallera que su saliva le había formado en  los labios:

–Debemos ayudarle.

El maestro asintió, entregándole unas pinzas bajo la mirada horrorizada del enfermo. Después le extrajeron los sesos por la nariz, hasta que lograron eliminar todas sus ideas.

Carmen F. Etreros

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