Conclusiones del III Congreso del Libro Electrónico de Barbastro 2015

Por el periodista Darío Pescador.

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No creo que incurra en el nefasto pecado del espóiler si les digo que al final de la película, el Titanic se hunde. Pero quizá no sepan que el primer oficial, para esquivar el iceberg, lo primero que hizo fue detener los motores. Esto frenó al barco, sí, pero también le quitó capacidad de maniobra. Si hubiera acelerado, habría podido girar más rápido y evitar la colisión, y Leonardo di Caprio habría hecho una película del oeste, por ejemplo.

El Congreso del Libro Electrónico de Barbastro de este año comenzó con Javier Celaya haciendo sonar la sirena de alarma, alto y fuerte. En cinco años, el sector editorial ha caído un 40%; se han perdido 900 millones de euros que ya no volverán. Mientras tanto, la reacción de ese Titanic de papel que es la industria editorial ha sido echar el freno.

Es una reacción humana comprensible. En palabras de Jesus Alcoba, el cerebro aprende a hacer las cosas una sola vez. Somos resistentes al cambio. Por cada euro nuevo que se gana en digital, se pierden tres euros en papel. Los emprendedores que aquí han hablado cuentan que para la industria tradicional, una venta digital no es un éxito, sino la pérdida de un lector en papel.

Y sin embargo se mueve. El crecimiento de los libros digitales, sumando modelos, formatos y plataformas, es exponencial, duplicando sus resultados cada año.  El mercado de Latinoamérica, que antes fue un campo de minas de aranceles, divisas y logística, se está convirtiendo en un campo abonado para el libro electrónico en español. Cuando todo el mundo tiene la pantalla de un smartphone en la mano, hacer las américas es hoy más que nunca un asunto de bits, no de átomos. Como dice Manuel Gil, lo peor que te puede pasar es que compren tus libros.

Cierto presidente de gobierno dado a la tautología diría que un libro es un libro, pero si algo hemos escuchado en estos días es que un libro ya no es un libro. Es mucho más.

Un libro es ante todo una experiencia. No compramos objetos, sino aquello que nos hace sentir bien. Esa experiencia que antes solo se podía transmitir encuadernada, ahora viaja de pantalla a pantalla. Es una experiencia compartida, en la que en las redes sociales los lectores comentan, se entusiasman, critican y, no nos olvidemos, compran libros.

Un libro es un sistema, y arrastra tras de sí una cadena de metadatos, menciones y enlaces sin los cuales se vuelve invisible en el océano de la información. La metainformación puede aumentar hasta un 80% las ventas de un libro digital.

Los libros pasan de boca a oreja, aunque sea a través de tubos de fibra óptica. Al amigo o librero que nos recomienda una lectura, se ha sumado ahora el mundo entero, sobre todo para los más jóvenes, que leen con el libro en una mano y Youtube en la otra. Cuando cien mil lectores alzan su voz para prescribir y criticar, es difícil no prestar atención, y es de necios no aprovechar tal oportunidad.

Un libro también es un derecho. Es el derecho del autor sobre su obra, algo que antes no era más un magro porcentaje del precio de portada, y cada vez más, es la única arma que tiene para vivir de su trabajo.

Uno de cada cuatro libros digitales son autoeditados. Hemos visto a autores que entran en la sala de reuniones como el pistolero solitario en el saloon, escupiendo en el piso y armado con su obra, y se niegan a ceder los derechos digitales de sus libros. Han comprendido que hacer ese viaje, no siempre necesitan alforjas editoriales. Nuevos autores, escribiendo nuevos libros para nuevos lectores, necesitan nuevas leyes, nuevos mercados e intermediarios eficaces, que les ayuden a volar, en lugar de cortarles las alas.

Por otro lado, no olvidemos que el libro es también el derecho del lector a leer, a acceder a la cultura. Un derecho que, cuando los libros solo eran objetos, estaba garantizado por las bibliotecas. Ahora que los libros no son tangibles, es fácil confundir prestar un libro con poseerlo. El miedo de los editores, la inacción de los gobiernos, y la crisis, que no es pasajera, sino estructural, está dificultando a la biblioteca su labor fundamental de iluminar mentes más allá de lo que digan los mercados.

Son muchas las voces que claman por el fin del precio fijo para los libros, y se preguntan por qué algo que ya no es un objeto, sino una experiencia o un servicio de otra naturaleza, debe pagarse igual, y para colmo de males, estar sujeto a impuestos más elevados.

Más aún, cuando la demanda de los lectores es alta y clara: quieren leer, cómo, cuándo y dónde les apetezca, y están dispuestos a pagar lo que ellos perciben justo por esa experiencia, lo que es un principio ineludible de la economía. Es lo mismo que ocurrió con la música, con los resultados de todos conocidos. Si la industria no da respuesta a ese clamor, otros lo harán.

El riesgo de frenar el barco ahora es perder a la siguiente generación de lectores, que nacen nadando en este mar de posibilidades, que mejor o peor, leen más que nunca, y a quienes ese mundo de papel les resulta limitado y ajeno. La lectura como descubrimiento, y no como obligación. Los más pequeños deben jugar con el libro, convertido en fetiche, en ventana y en aventura. Y si me permiten, los mayores también queremos eso mismo.

En realidad más que amar los libros, amamos leer. Necesitamos leer cuando estamos solos, o cuando pensamos en conquistar el mundo. Leemos al descubrir una nueva pasión, para entender el pasado o inventar el futuro. Leemos cuando nos rompen el corazón, leemos cuando viajamos, leemos para crecer. Navegamos todos hacia delante, en barcos de papel o en por aviones por aire. A todos ustedes, que tengan buen viaje.

 

 

 

Redacción

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