(No fui hecho para llorar).
Las lágrimas resbalan por sus mejillas. Lentas, voluntarias, acarician todos los surcos de su cara, desde los ojos hasta la barbilla. Allí se cuelgan, se detienen un punto y saltan, suicidas, hacia su pecho.
La noticia había llegado hacía varias semanas. Sus primeros llantos fueron violentos, llenos de ira. Los acompañaba de gritos y gemidos, de golpes en las paredes. Me costó entender lo que decía. Chillaba frases incoherentes, palabras entrecortadas. Las lágrimas empapaban sus manos, su cara, su ropa. Pero todo se fue tan rápido como llegó.
Después apareció el abandono. Dejó de comer, de hablar, de llorar. Veía pasar el día desde su cama. Dormía a intervalos. Yo, que estoy programado para entender la fisiología humana, llegué a preocuparme, pero todos mis desvelos fueron inútiles.
Y, de pronto, hace apenas unos días, volvió a su rutina habitual. Me da las buenas noches a las doce y los buenos días a las siete. Agradece con una sonrisa el desayuno que le preparo y come con apetito al volver del trabajo. Habla por teléfono, hace deporte y sale con sus amigos. Lo único que se resiste a abandonarla son las lágrimas. De vez en cuando se escapan, sigilosas, como si no fuera con ellas. A la hora de comer, en la ducha, mientras escucha música…
No fui fabricado para sentir. Me lo repito: no fuiste fabricado para sentir. Se lo recuerdo a mi corazón de cobre: no fuiste hecho para sentir.
¡Ay, lo que daría por llorar!
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