«Con la piel del conejo, convenientemente curtida, nos fabricamos guantes sedosos para acariciarnos el cuerpo desnudo en nuestra soledad. Nuestros niños juegan a las bolitas con los ojos. Los dientes de conejo son maravillosas cuentas para los collares y pulseras de nuestras mujeres. La carne la comemos. Con las tripas, fabricamos cuerdas para nuestros instrumentos musicales; nuestra música es profunda y triste. El esqueleto del conejo lo forramos con felpa blanca, y en el interior colocamos un mecanismo movido a cuerda: son juguetes que imitan a la perfección los movimientos del conejo. Los domingos vendemos estos juguetes en la feria y con el dinero podemos comprar balas para nuestras escopetas de cazar conejos».
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Pero para explotar tan escurridizo animal hay que internarse en el bosque de la imaginación, capitaneados por idiotas y armados de tanques, disfraces, anzuelos y zanahorias. Y nada garantiza el éxito.
La rama, al igual que el inolvidable personaje de Collodi, decide seguir su propio camino, y así comienza la aventura, convertida en una fábula del bien y del mal; una historia de errores y enmiendas, en la que ceder a los caprichos o resistirlos tiene consecuencias. Recorrer las páginas de este libro es lo más parecido a ver una película muda de vibrantes escenas, que nos conmueven como si sonase dentro de nosotros una música polifónica e incluso épica.
Durante más de tres décadas, y a pesar de haber publicado una docena de libros, Mario Levrero (Montevideo, 1940-2004) fue un escritor casi secreto, venerado por un selecto pero reducido grupo de lectores. A su muerte fue por fin descubierto por los grandes grupos editoriales, que lo reconocieron como uno de los latinoamericanos más notables de la segunda mitad del siglo xx e hicieron por primera vez circular su obra en todo el ámbito de nuestro idioma.
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