Una evocación del pintor Gustave Courbet, de su obra y de su exilio en Suiza después de la Comuna. El pintor, jefe de filas de la corriente realista, que tantas pasiones desencadenó con su El origen del mundo. David Bosc se sumerge en sus últimos días (estamos en julio de 1873), cuando Courbet atraviesa la frontera suiza, con sus lienzos y sus cajas de colores, su caballete y su discípulo, el joven Marcel Ordinaire.
Cuando abres este bello y luminoso libro, Courbet se ve como un muerto, asesinado por la Comuna de París, de la que sostuvo ardorosamente su acción, (tuvo que huir fuera de Francia porque le reclamaban cantidades ingentes por el derribo de la columna Vendôme).
El novelista se cierne sobre este Courbet, que trabajaba principalmente sus pinturas al óleo y con paleta, con la más alta delicadeza. Nos acerca a un Courbet cuyo máximo placer era bañarse «en cualquier corriente, arroyo, río o lago que no fueran alcanzados por el hielo o la sequía». Bajo la pluma elegante de Bosc resurgen todos los matices de este hombre singular, con su barrigón y su barba de leñador, a quien le gustaba reír y hacer reír, opinando de todo y sin relajar en momento alguno su libertad. Amante de la carne y con las venas llenas de sangre, sensual, continuamente maravillado por la alegría de vivir, posaba sobre la naturaleza «una mirada certera, a la altura de la existencia, sin escamotear ni cielo ni tierra».
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