‘El corazón de las tinieblas’ de Joseph Conrad

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Por Pablo Valdivia / La biblioteca inmortal.

 

Adentrarse en el infierno y en la desolación del alma humana, o en nuestra naturaleza corrupta, ha sido un motivo literario común. Recuerdo el viaje al Hades de Ulises en el canto XI de la Odisea, para averiguar su destino futuro; el descenso al Averno de Eneas en el libro VI de la Eneida, donde se nos incita a creer que el submundo es sólo un sueño o ilusión del protagonista; los conmovedores nueve círculos de la Comedia, en los que Dante sitúa toda clase de pecados; el Pandemonium del paraíso perdido de Milton, donde se reúnen los demonios para tramar la perdición del hombre. Sin embargo, el infierno no tiene por qué ser un lugar y ocupar un espacio. Marlowe, en su Fausto, declara la teoría de un infierno inmanente. Fausto le pregunta a Mefistófeles donde se encuentra el infierno. Éste responde: “no, no estoy fuera de él, esto es el infierno”. Basándose en la doctrina de san Juan Crisóstomo, según la cual el infierno es la pérdida de la contemplación de la visión divina, Marlowe se anticipa al pensamiento de Schopenhauer. El pensador alemán declara que, para muchos, el infierno es este mundo. Albrecht Ritschl retoma el pensamiento del santo: la ira de Dios es la imposibilidad de contemplar su esencia, al rechazar la redención del Señor. Para estos autores, el infierno es un estado mental. (Veáse el sueño de John Tanner en el tercer acto de la obra de Shaw, hombre y superhombre). Swedenborg frecuentó durante años el cielo y el infierno y charló con los ángeles. El infierno que propone Conrad en el corazón de las tinieblas, es, si no me equivoco, el infierno del mundo, el mal que habita en el corazón y el odio que nos aparta de la divinidad y de nuestros semejantes.

La interpretación psicoanalítica de la obra no hace otra cosa que referirnos al inconsciente colectivo de Jung, el encuentro con la sombra que se desata en la locura de Kurtz. Cuando éste, momentos antes de su muerte, grita ¡el horror!, ¡el horror! sentimos físicamente que ha adentrado en las profundidades del alma humana. Schopenhauer se preguntaba si este mundo no era la obra de un demonio. Es evidente que estaba influenciado por la tesis de los gnósticos, que defiende que nuestro universo no fue creado por el Dios verdadero, sino por ángeles subalternos o por un demiurgo malévolo. De ahí la deficiencia y el mal. William Blake se basó en estas doctrinas, entre muchas otras, para crear un mundo de dioses que explicaban la gestación de nuestro mundo. El lector que se haya aproximado a su obra recordará a Los y Enitharnon, emanaciones de la mente de Urizen, y símbolos del tiempo y el espacio. Conrad nos dice que “la fuerza de uno es sólo un accidente que se deriva de la debilidad de otros”. Kurtz se ha convertido en el dios de los indígenas; ha aprovechado su supremacía cultural para dominarlos. La obra posee frases de una objetividad y frialdad aterradoras. Básteme nombrar tan sólo dos de ellas: “La vida es una bufonada: esa disposición misteriosa de implacable lógica para un objetivo vano. Lo más que se puede esperar de ella es un cierto conocimiento de uno mismo, que llega demasiado tarde, y una cosecha de remordimientos inextinguibles” Aquí se hacen notar los ecos de Shakespeare. Y esta otra: “vivimos como soñamos, solos”. ¿No nos hace reflexionar sobre lo ilusorio de la existencia humana? ¿no somos acaso el reflejo de una imagen en un espejo roto? Los héroes de Conrad, como su autor, no creen en Dios, pero tienen una férrea concepción de la ética y de la moral. Si el lector quiere percatarse de este hecho, le recomiendo que se sumerja en su obra Lord Jim (1901)

La vida es un sin sentido. En una carta a su amigo Cunninghame Graham, Conrad explica su visión del mundo:

“Digamos que, a partir de una serie caótica de pedazos de hierro, una máquina evolucionó por sí misma (soy extremadamente científico) y ¡sorpresa! ahora teje. Me horroriza el atroz trabajo que hace, y no salgo de mi consternación: es un accidente trágico, y ha sucedido. No se puede intervenir en su funcionamiento. Para colmo de la amargura, uno sospecha que no puede hacer nada por destruirla. En virtud de la fuerza unívoca e inmortal que la ha hecho realidad, esta máquina es lo que es ¡y es indestructible!

Nos teje de arriba abajo. Ha tejido el tiempo, el espacio, el dolor, la muerte, la corrupción, la desesperación y todas las ilusiones; y no importa nada”

El idealismo ha defendido que todo lo que percibimos es una ilusión, creada por nuestra mente. También Dios y el universo serían creaciones proyectadas por el poder de nuestro yo. No nos equivoquemos. El mal es real. El mal es ubicuo y radica en todos los seres humanos. San Pablo ha declarado que nuestra lucha no es contra sangre y carne, sino contra principados y potestades. (Efesios 6:12)

Nuestra vida es un reflejo de nosotros mismos, el hombre frente al hombre. El que se vence a sí mismo es poderoso. Cuando leemos este libro de Conrad, sentimos que sabemos más de la naturaleza humana. Marlow y Kurtz nos han ayudado en nuestro autodescubrimiento.

Cabe destacar la poca estima que Conrad tenía por los escritores rusos, exceptuando el caso de Turgueniev. Las hondas indagaciones sobre la conciencia y los caracteres de algunos de sus personajes no difieren mucho de la profundidad alcanzada por Dostoievski, con la salvedad de que en Conrad no hay redención.

“La desembocadura estaba bloqueada por un negro cúmulo de nubes, el apacible canalizo que conducía a los más remotos rincones de la tierra  fluía sombrío bajo un cielo cubierto, parecía conducir hacia el corazón de una inmensa oscuridad.”

El final de este libro está considerada una de los mejores finales de la literatura inglesa, y yo diría de toda la literatura. No en vano Borges tenía a Conrad por uno de sus escritores favoritos.

 

1 pensamiento sobre “‘El corazón de las tinieblas’ de Joseph Conrad

  1. Una crítica fafantástica. Me encantó como enlaza esta obra con otras que se asemeja o de las que se pudo inspirar el propio autor.
    Es un libro de los que gustan porque te invitan a reflexionar.

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