Por Alejandro Caicedo. Ganador de la XII edición www.excelencialiteraria.com
A todos los aficionados al cine nos ocurre que recurrentemente volvemos a ver un buen número de películas. Es una buena señal que en cada proyección descubramos cosas nuevas. Una película, al igual que un libro, un cuadro o una pieza musical tiene tantos matices y cargas simbólicas que es imposible percibirlas todas a la vez en una primera visualización. Descubrirlas en un proceso lento, que exige nuestra atención en el detalle, pues el artista nos presenta en su obra incontables interrogantes que en el cine traspasan la frontera del argumento y tienen, a su vez, respuestas a lo largo de toda la cinta.
La primera vez que vi Belle Époque, de Fernando Trueba, me pareció un retrato costumbrista, agradable a la par que divertido, de una sociedad totalmente nueva para mí. Me sorprendí ante las libertades que se tomaba Trueba y con su forma de expresión, natural y pacífica. Sin embargo, hoy no entiendo cómo pude llegar a una conclusión tan simple de esta película, sin duda uno de los títulos más destacados en la filmografía española de los años noventa, pues un film no entiende de casualidades y un director de cine, por lo general, tampoco. No es casualidad que Belle Époque, que narra los avatares de una familia republicana y sus buenas relaciones con los diferentes personajes del reparto, de ideología totalmente opuesta, se estrenara en 1992, un año crucial para la España. Nuestra imagen internacional cogió fuerza gracias a la Exposición Universal de Sevilla y, sobretodo, a las Olimpiadas de Barcelona. Nuestra economía -con un nuevo pasaporte europeo que eliminaba fronteras y aranceles- empezó a internacionalizarse y la tolerancia política que despegó con la Constitución del 78 parecía asentarse.
La película (que además ganó un Oscar) fue también un aviso que seguía las estelas de escritores como Hemingway y Fitzgerald, que en época de guerras escribieron acerca de las consecuencias de la beligerancia y la necesidad de la paz. Fernando Trueba y Rafael Azcona nos recuerdan con su trabajo que la libertad siempre ha sido costosa en esta tierra de diversidad que es nuestro país, pero que en España cabemos todos, aunque no siempre estemos de acuerdo.
No deberíamos perder el espíritu de Belle Époque. No deberíamos perder la necesidad de escucharnos.
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