Relato: ‘El que espera en la blancura’ de Jesús Montalbán

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El que espera en la blancura de Jesús Montalbán. Ganador de la XV edición www.excelencialiteraria.com

Una amalgama de manchas de color brotaba como ramos de flores, para luego desaparecer en espirales flamígeras. Jamás había visto unos azules tan profundos ni unos púrpuras tan brillantes. Y lo mejor de todo eran las coreografías que representan esas bailarinas multicolores. Las tonalidades se mezclaban y reordenaban en tirabuzones vibrantes, como niños correteando en un campo de verdes y rojos.

Se pasaba los días fantaseando sobre la identidad de aquellas manchas. ¿Qué eran?… ¿Animales exóticos, señoras mayores en ropajes festivos o las carrozas de la cabalgata de Reyes de su pueblo?

Los allegados de Anselmo habían cuidado de él, dándole de comer purés, acercándolo al baño y arropándolo cada noche. Su mujer y sus amigos se turnaban para acompañarle y hablarle. Pero su silencio era desconsolador, pues solo balbuceaba palabras que poco ayudaban a comprender qué le ocurría. De vez en vez soltaba una enigmática risa. Además, sus ojos se movían frenéticos y sus pupilas se dilataban, como si frente a él pasara una procesión invisible.

El balcón de su cuarto se había llenado con las colillas de los visitantes que, frustrados, salían a contemplar el mar y a fumar para distraerse de lo que ocurría en la habitación. Por las noches, cuando ya no quedaba nadie, las risitas sueltas de Anselmo despertaban a su esposa, que dormía junto a él.

Con el tiempo sus amigos dejaron de acudir. Anselmo se convirtió para ellos en un muerto en vida, una carga que debía quedar aletargada.

Su esposa no comprendía qué había ocurrido. Le parecía imposible que, apenas un año atrás, estuviera Anselmo planeando su jubilación mientras paseaban por la costa. Perdió a su marido en tres meses. Primero, en un desayuno dejó de distinguir la mesa de la silla. Después empezó a llamarla a voces cuando la tenía frente a él. Por último, descubrió que Anselmo iba perdiendo la capacidad del tacto, pues lo llamaba dándole toques en el hombro y no recibía respuesta. Entendió que su marido abandonaba la realidad poco a poco, como si cerrase las ventanas del cuerpo. Algo había distorsionado sus capacidades. ¿Un mal de ojo, tal vez?

En realidad, Anselmo había dejado de saber dónde se encontraba mucho antes del incidente del desayuno. Los colores que captaba se multiplicaban cada vez que salía a la calle. Las luces del Mediterráneo y el olor del mar que impregnaba las aceras le confundían. Se recreaba más que nunca en las conversaciones con su mujer, cuya voz había cobrado un nuevo sentido melódico. El movimiento acompasado de sus labios, rosados como dos golosinas, junto a su tono dulce hacían de cada tarde un carrusel de emociones.

Disfrutaba de un baño en la playa cuando una ola lo revolcó hasta la orilla, llenándose de magulladuras. Tumbado, empezó a toser; había tragado bastante agua. Estuvo a punto de ahogarse. Fue la gota que colmó el vaso. Su mujer, como pudo, lo levantó de la arena. En el camino de vuelta, Anselmo no supo quién le llevaba; quería identificar el tacto de la mano que le dirigía, pero sólo sentía una presión leve alrededor de sus dedos.

A partir de entonces se quedó internado en casa. Se convirtió en náufrago de un limbo donde ni siquiera se reconocía a sí mismo. Los brochazos que serpenteaban a su alrededor y los leves olores que captaba le adormecían. Las danzas de trazos rojos y dorados le llenaban el pecho de una ilusión infantil.

Identificó una figura que atravesó una nube amarillenta. Luchaba por penetrar en su atmósfera y él, indefenso, sólo podía apretar los dientes y agarrar las sábanas. No obstante, se dio cuenta de que la cama había desaparecido. Aquel cuerpo seguía luchando por entrar en la habitación. Después una procesión de seres grisáceos irrumpió en fila india sobre la nube. Sus cuerpos cónicos eran altos y robustos, compuestos de escamas y aberturas por las que escupían una especie de hollín. Se arrastraban sobre el éter de colores con unos extraños pies que salían del interior de sus corazas escamosas. Anselmo no daba crédito, pues la luz atravesaba a las criaturas de forma intermitente, como si jugaran a ser de cristal. De pronto se introdujeron en Anselmo, como si estuviera hecho de aire. Comprendió entonces que su vista había estado en movimiento a través de una realidad invisible mientras el resto de sus sentidos se dormían lentamente. En un segundo se sumió en las tonalidades opacas y se quedó esperando a la siguiente sorpresa de su viaje.

Un foco de luz pasó al lado de su cabeza a toda velocidad y en un instante se encontró rodeado por columnas brillantes que crecían hasta el cielo. En las alturas, Anselmo adivinó miles de águilas cubiertas de piedras preciosas, que centelleaban al volar sobre el bosque de columnas. Le parecía que las aves silbaban la Barcarola. Sus sentidos se emborracharon de aquellos rosas que una vez pintaron los labios de su amada y que subían hasta el infinito. La velocidad de los torrentes de luz se aceleró, alejando el resplandor carmín y los pájaros enjoyados.

Una risotada ajena le electrificó. Giró la cabeza y se encontró a sí mismo, pero en la infancia, un niño que jugaba con un camión de metal.

–<<No es posible>>, masculló sin poder escucharse.

El chico hacía correr al camión por un suelo de losas de mármol. Los colores intensos que se le arremolinaban palidecieron hasta desaparecer en un blanco aséptico. Anselmo comenzó a hiperventilar, pues sentía una presencia macabra y familiar al fondo de la sala.

–¡Anselmo, han venido los titos! ¡Ven a saludarlos!

Jesús Montalbán
Jesús Montalbán

El niño dejó su juguete y echó a correr hacia la voz de su madre.

–Espera… ¡No me dejes solo! –gritó el viejo Anselmo.

La presencia se agolpaba en algún punto de aquella blancura.

Entreabrió los labios, pero no pudo decir nada. Estaba petrificado. Notó entonces la presión de una mano en la suya. Sin saber de quién se trataba, la apretó con todas sus fuerzas.

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