‘Extramarcianos’ de María Pardo

Extramarcianos de María Pardo. Ganadora de la XIV edición de www.excelencialiteraria.com

Ena aún no había cumplido los doce mil años. Era menuda -casi no alcanzaba el metro-, delgada y de un tono de piel algo más rojizo que el de sus padres. Además, había heredado el ojo lila de su abuela y era la única peliverde de la familia.

Una vez al siglo se teletransportaba a Neptuno para visitar a su prima Ita. Ambas coleccionaban estrellas perdidas desde que su tío, Alieah, les regaló la primera por su pentamilésimo cumpleaños.

Le encantaba pasear a su caracol gigante por el cráter, donde a veces tenía oportunidad de ver a su vecino Kenzo, que medía cerca de tres metros, era capitán del equipo de cazameteoritos y tenía su único ojo de un gris plateado que hacía que a Ena le temblasen los tentáculos.

En el colegio no era popular, pero tenía un par de buenos amigos con los que merendaba culebrillas y jugaba al parchís telepático. Aunque le fascinaba la clase de Astronomía y estudiar los satélites Fobos y Deinos, detestaba aprender venusiano, porque los términos eran demasiado largos y difíciles de pronunciar.  En definitiva, Ena era una marciana normal con las preocupaciones propias de quien acaba de entrar en su segundo decamilenio.

Una mañana entró por la ventana de su cuarto un avioncito de papel. Este traía el siguiente mensaje escrito en sus alas:

“Al fin ha ocurrido: ¡se ha apagado nuestra Luna! Por favor, envía una luz más potente que nos ilumine por la noche. Un abrazo desde la Tierra”.

A Ena no le sorprendió en absoluto, pues aquello se veía venir desde hacía milenio y medio: los terrícolas pasaban tanto tiempo ante sus pantallitas, indiferentes a todo lo que les rodeaba, que la Luna había perdido la ilusión por brillar. A fin de cuentas, nadie reparaba en ella.

María Pardo

Por suerte, la pequeña marciana no tardó en encontrar la solución: enviaría su colección de estrellas perdidas, un puñado cada noche. Eran tantas que lograrían desviar la mirada de los humanos hacia el cielo. Quizá algún día aprendiesen a admirar el cosmos, y la Luna terrestre, muy presumida, se volvería a encender.

Así, en los años que siguieron los extramarcianos observaron las mayores lluvias de estrellas de los últimos tres mil seiscientos. Apagaron al fin las pantallas y se encendieron la Luna y las miradas. Al fin, ardieron los corazones.

 

 

 

 

Redacción

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