Relato: ‘Non servi’ de Isabel Muñoz

De Isabel Muñoz. Ganadora de la XVI edición de Excelencia Literaria.

 

—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis…

Los números pasaban por mi cabeza como una canción infantil.

—Cincuenta, cincuenta y uno, cincuenta y dos…

Y no cesaban.

—Ciento dieciséis, ciento diecisiete, ciento dieciocho…

Dejé de contar en el prototipo número ciento diecinueve, al percatarme de que no estaba apagado. Sus cámaras iluminaban de blanco su rostro plateado. Así que pulsé con fuerza el botón negro situado en su sien. Cuando sus ojos se apagaron, para quedarse como los de los demás, bajó la cabeza y yo seguí a lo mío.

—Trescientos treinta, trescientos treinta y uno, trescientos treinta y dos, trescientos treinta y tres…

Y apareció otro más. Definitivamente, los trabajadores no habían estado muy agudos ese día. De hecho, ningún día lo estaban. Y daba gracias a ello, porque eso significaba que conservaba un empleo, lo que era de agradecer visto cómo estaban las cosas.

Con cansancio volví a extender mis dedos. Pero no logré pulsar el botón. Su mano me lo impidió: agarró con fuerza mi muñeca, y pareció no querer soltarla.

Al principio me quedé en un estado de shock. Después reaccioné: incliné el rostro para comprobar su modelo y el número de fábrica que llevaba tatuado en la cintura de metal. Era el 300-KPG, diseñado para trabajos del hogar, que recoge hasta la última mota de polvo aspirando con sus pies. <<¡Date un respiro de las tareas domésticas!>>, recordaba su lema en los anuncios de televisión. Incluso entreveía a la joven familia que canturreaba mientras veía una película al mismo tiempo que el robot hacía las tareas que tenía programadas. En las profundidades de mi memoria busqué las cincuenta páginas dedicadas en el manual a aquel modelo. Sin embargo, solo encontré una nube blanca y borrosa que me impedía recordar con claridad.

Traté de soltarme. Al no lograrlo, comencé una furiosa lucha contra aquel humanoide. Aunque mantenía los ojos cerrados, distinguí que una tenue luz azul emanaba de sus párpados. Tiré, tiré, tiré… casi hasta llegar al borde de las lágrimas.

Por fin, con un ruido seco, logré deshacerme de su robótico agarre, llevándome el antebrazo del modelo por delante. Al distinguir las chispas y los cables fuera de su sitio, solté un grito ahogado. Las corrientes de electricidad corrían por mi piel como serpientes de oro. Di un salto hacia atrás y sacudí mi propio brazo hasta que la articulación de metal cayó al suelo, donde provocó un ruido estrepitoso.

Observé el desastre y calculé mentalmente lo que costaría repararlo. Sabía que mis acciones iban a tener graves consecuencias en el ámbito personal. Di media vuelta, dispuesta a informar de lo sucedido a un superior, cuando nuevamente un tacto frío me impidió moverme. El robot me agarraba con su otro brazo.

—No es verdad que esto me está pasando… – murmuré.

Si tenía que arrancarle una segunda articulación, los gastos ascenderían tanto como mis problemas. No quería que me despidieran otra vez.

Agarré la mano con cuidado para tratar de levantar sus dedos. Con sorpresa y alivio, comprobé que éstos cedían dócilmente a mi contacto. Y justo cuando estaba a punto de soltarme, abrió los párpados e iluminó de un color perla mi rostro.

—Detecto una anomalía en mi estructura. Por favor, lléveme a reparación.

Suspiré al comprobar que esa era una de las frases que tenía programadas, con el fin de avisar al propietario de que tenía un fallo en el sistema.

Domini sumus, non servi.

Me quedé congelada nuevamente, sin saber cómo reaccionar. Acababa de hablarme en latín. Por la mala calidad del sonido, aposté a que aquella frase no formaba parte de su programa.

—¿Cómo dices? – murmuré, a sabiendas de que estaba trabando conversación con un modelo 300-KPG, que solo servía para limpiar.

Pensé que estaba actuando como una estúpida. Lo único que debía hacer era informar a un mecánico y mantenerme alejada de aquella locura. Pero entonces su suave agarre se endureció: me dejó los dedos de metal marcados en la piel.

Isabel Muñoz

Iba a soltar un grito cuando escuché de nuevo su voz, grave e imperfecta:

—Somos los amos, no los esclavos.

Con una agilidad sobrehumana deshizo el nudo de mi muñeca para tomarme del cuello y apretarlo, con un ritmo de presión creciente e implacable que me ahogaba.

–Somos los amos, no los esclavos. Somos los amos, no los esclavos…

Quizás fue porque estaba a punto de perder el conocimiento, quizás porque hacía unos minutos había decidido dejar de confiar en las alertas que vociferaban mis sentidos… Juro que vi a todos los robots de la fábrica que levantaban la cabeza y la giraban hacia mí.

Tenéis que creedme. No estoy loca. Ya vienen.

 

Redacción

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