Directly below view of the space created in the tree top for the use of the selective logging, managing the forest without compromising the availability for the future generations.
Juntos de Raquel Giménez Fernández. Ganadora de la XIX Edición www.excelencialiteraria.com
Era de noche cuando salió del túnel. Aunque al respirar el aire frío le arañaba la garganta, no le dio importancia. Debía moverse, y rápido.
Echó a correr, alejándose de los focos que defendían el gris edificio, que se fue empequeñeciendo en la oscuridad. Cuando llegó al lindero del bosque, empezó a rebajar el ritmo de sus zancadas, hasta que se detuvo. Su rostro joven reflejaba una mezcla de miedo y tensión. Permaneció atento a cualquier sonido que rompiera aquella quietud, pero solo le llegó el rumor de la arboleda, que lo arrulló como si fuera una nana.
Con un suspiro, apoyó la espalda en un árbol y se deslizó por el tronco hasta sentarse en el suelo. Miró al cielo, que parecía atrapado por una red de ramas y hojas. Los cálidos colores del alba habían empezado su batalla con los oscuros azules. Entonces sus ojos cansados se llenaron de lágrimas, que empezaron a caerle por las mejillas mientras los rayos de sol se abrían camino por encima de la arboleda, en una fiesta de coral, oro y violeta que fue derramándose por las ramas hasta empapar el frondoso suelo.
El joven sonrió ante aquel magnífico espectáculo que de nuevo le daba la bienvenida a la vida, como si la naturaleza supiera, de algún modo, de todos los horrores que había pasado durante la guerra y después, cuando quedó preso bajo el bando enemigo. Al fin era libre.
Profirió un resoplido, mezcla de sollozo y risa, y empezó a dar vueltas sobre sí mismo. ¡Qué euforia, qué dicha…!
«Juntos». Detuvo su frenético baile. «Juntos», volvió a resonar la palabra en su mente. Entonces entendió que lo necesitaba, que no podía aceptar la tentadora invitación del bosque. Así pues, saboreando apenas aquel atisbo de libertad, se acercó a la frontera que formaba el muro de árboles y, aprovechando un cambio de guardia, echó a correr hacia el túnel.
Cuando emergió de nuevo en la celda, después de arrastrarse durante un buen rato por el suelo, se encontró de bruces con las cuatro paredes entre las que había pasado los últimos tres meses. Antes de que pudiera incorporarse, oyó un susurro:
–¡¿Pero, qué haces aquí?! –escuchó a su amigo hablar con espanto–. No te habrán descubierto, ¿verdad? Ya te dije que deberías haber huido por el túnel que cavó el viejo Morales hace una semana.
–No me han descubierto, tranquilo –le confió el chico, acercándose lentamente al catre en donde estaba postrado su amigo. Se sentó con cuidado para no molestar a su compañero, que era incapaz de trasladarse de la cama sin ayuda, puesto que había perdido una pierna en un combate.
–¿Entonces?… –dejó la pregunta en el aire.
–Sabes bien que no te podía dejar.
–¿Qué? –pronunció incrédulo–. No puedes quedarte. Aquí vas a morir. ¡Márchate, por favor! ¡Márchate! –se revolvió.
–Dijimos «juntos» –le recordó el muchacho con expresión decidida.
–Sí, pero no puedes… simplemente, no.
–Claro que puedo –afirmó–. Me quedo.
***
Al cabo de un rato tuvieron que salir de la celda. Les obligaron a marchar en medio de una fila de presos igual de maltrechos. Todos caminaban con lentitud, los ojos vacíos de esperanza.
–Tengo miedo.
–Yo también –le contestó el chico a su compañero, a quien ayudaba a avanzar con un brazo echado sobre sus hombros–. Pero, ¿sabes en qué pienso? En lo bonito que estaba el bosque esta mañana –sonrió, recordando la belleza del lugar.
–¿Por qué no me lo cuentas?
Y así pasaron un buen rato, relatando las maravillas del amanecer a la oreja de su compañero mientras llegaban al patio.
–¿Venda? –les ofreció un guardia cuando llegaron al lugar.
Les tendía trozos de tela raída, la única misericordia ante la inminente ejecución.
–No –contestó su amigo, irguiéndose a pesar de su cojera.
–¿No? –le preguntó el joven, mientras los empezaban a colocar contra la pared.
–Para qué, si aquí –señaló su cabeza con un simpático guiño– ya estoy en el bosque.
El chico decidió seguir la misma voluntad. Entrecerró los párpados y se puso a dibujar en su imaginación las siluetas de los árboles que había visto esa mañana. Se fueron perfilando frente a él las hojas doradas por el sol, la hierba fresca y los pájaros, hasta que, de repente, se volvieron nítidos del todo. Entonces escuchó una voz que le decía:
–¿Juntos?
Abrió los ojos. Su amigo le miraba, señalando con un ademán el lugar que tenían delante.
–Juntos –respondió.
Cogiéndose por los hombros, se adentraron en el bosque.
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