Airbus a321 operated by tap air portugal soars against a clear sky
Conversaciones de avión de Francisco Javier Merino. Ganador de la X edición
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¿Quién ha conocido y tratado a un azafato? La pregunta esconde cierta trampa o, al menos, un pellizco de ambigüedad. ¿Quién no ha intercambiado, durante un vuelo, un par de frases con alguno de los miembros de la tripulación que atienden al pasaje? Dudo, sin embargo, que esas breves interacciones nos lleven a presumir de haber conocido a un tripulante de cabina.
El asunto es que hace unos días conocí a un azafato. No durante un vuelo, sino en una cena. Al enterarme de su profesión, me emocioné. Como viajero empedernido, me fascinaría trajinar profesionalmente en una aeronave. Sin embargo y para mi sorpresa, dicha fascinación contrastaba con el sentimiento de soledad que me transmitió su protagonista: «Cada día hablo con cientos de personas, pero al final de cada vuelo ellos abandonan el avión mientras me preparo para recibir a los pasajeros del siguiente destino».
Nuestra sociedad está cada vez más encaminada a esas conversaciones de avión, charlas en las que intercambiamos varias preguntas, anécdotas y vivencias personales no comprometidas, que suelen terminar con una despedida cortés antes de que cada cual tome un camino distinto. En el ambiente juvenil por el que me muevo, estas conversaciones están a la orden del día. «¿De dónde eres?» «¿En qué trabajas?» «¿No me digas que conoces a mi amigo?» «Bueno, ha sido un placer. Ya nos veremos en otra».
Estos coloquios no son en sí negativos. Interactuar con personas distintas nos permite abrir la mente, además de hacernos disfrutar de momentos de ocio e interacción social. Sin embargo, corremos el riesgo de caer en el engaño de creer que vivimos rodeados de amigos, como si esos interlocutores momentáneos valieran más que un puñado de colegas de verdad.
Las redes sociales también son responsables de esta cultura de la instantaneidad en el trato. Sin embargo, no son las únicas. La cultura del entretenimiento, los eventos con un elevado número de asistentes y decibelios, o el atractivo cortoplacista de invertir nuestro tiempo libre en relaciones superficiales en lugar de trabajar aquellas que exigen una apuesta emocional más profunda, llevan a mi generación a ese modelo de relaciones sociales de compañía aérea.
Todos aseguramos conocer a todos, pero nadie conoce prácticamente a nadie. O a casi nadie. Cuando el avión aterriza y regresamos a casa, podemos encontrarnos tan solos como el azafato. Quizás sea un buen momento para repetirnos la pregunta: ¿Quién conoce a un azafato? O para reformularla: ¿A cuántas personas conozco de verdad?
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