Relato: ‘El reloj de oro’ de Marta Osuna
De Marta Osuna / Ganadora de la IX Edición de Excelencia Literaria www.excelencialiteraria.com
Andaba tropezándose con sus propios pies. La angustia le impedía pensar con claridad. Estaba seguro de que el tiempo corría en su contra. ¡Vaya si corría en su contra!… Comprobó la hora: las diez y veinticinco de la noche.
Sin dejar de caminar, observó su muñeca, en donde llevaba la única riqueza que le quedaba: un reloj de oro. Solía decir que era su amuleto de la suerte, a pesar de la presión de su mujer para que lo vendiera. “Sergio, el dinero nos hace mucha más falta que un reloj de la suerte”, le decía con desdén. Pero no le hizo caso y en aquellos instantes, con el viento raspándole la piel de la cara, deseó que su amuleto le devolviera al pasado.
No funcionó.
Sergio dobló la esquina de la calle. Aspiró el aroma del bosque. Eso solo podía significar una cosa: no estaba tan lejos como imaginaba.
Volvió a mirar la hora: las once menos diez.
Aceleró el paso, consciente de que llegaba tarde. Mientras corría con el corazón en un puño, se percató de que, probablemente, tenía fiebre. Sin embargo, aquello no tenía importancia. No podía preocuparse de sí mismo en aquellos instantes.
Gracias a la columna de humo que desprendía la chimenea consiguió localizar la casa. Estaba exhausto y bien sabía que las piernas no le aguantarían mucho más, pero se dio un empujón a sí mismo, sintiendo que el viento le empujaba hasta el umbral de la puerta.
La casa se encontraba en la linde del bosque. En el pasado fue utilizada como refugio de guerra.
Llamó a la puerta. Una, dos, cinco veces. Tenía las manos entumecidas por el frío.
Le abrió una mujer alta, de rasgos finos y unos ojos como pozos negros. Fue bonita, pero el tiempo la había mellado. Se acababa de preguntar quién, en su sano juicio, vendría a verla en una noche tan heladora.
-Madre –la saludó Sergio.
Ella solo se permitió dos segundos de incertidumbre que ya duraba nueve meses.
-¿Qué haces ahí fuera con el frío que hace?
Sergio entró con timidez.
-¿Dónde te habías metido?-le volvió a preguntar.
Sergio no se anduvo con rodeos:
-¿Dónde está ella? Le prometí que vendría en su cumpleaños y le regalaría un abrazo de su parte-. Consultó el reloj-. Por poco no lo consigo.
-Hijo mío -repuso su madre con dulzura-, ya es tarde. Está durmiendo.
Sin embargo, alguien asomó la cabeza. Tenía el pelo enmarañado y sostenía en su mano izquierda un conejo blanco de peluche.
Sergio tragó saliva y se puso en cuclillas para estar a su altura. La niña se quedó unos instantes sin saber qué hacer. Miró a su abuela en busca de una explicación. Aquel hombre se parecía a su padre, pero su padre no tenía barba ni aquel aspecto desaliñado.
-¿Papá?…
– Sí hija, papá ha vuelto -Sergio se forzó para no llorar-. Feliz cumpleaños, Ana.
Ana sonrió, orgullosa de sus seis años recién estrenados.
Aquella misma mañana había deseado ante las velas de la tarta el regreso de su padre. Su abuela se portaba bien con ella, pero le echaba de menos, a pesar de que sólo le quedaban vagos recuerdos. Recordaba a su madre en la cama, cuando le avisó de que iba a hacer un viaje largo y aceptó su marcha.
Después de que Ana muriera, Sergio se había marchado sin decir nada, furioso consigo mismo. Durante un año había viajado sin rumbo fijo. Pero el arrepentimiento le cosquilleaba. Llegó el día en el que dejó de sentirse inútil, dejó de llorar, dejó de huir para afrontar la realidad: tenía a alguien a quien proteger, su hija. Ella era la razón de su vuelta.
Sergio volvió a mirar su reloj:
-Seguro que lo llevo atrasado.