Relato: ‘Desde los ojos de un mirlo’ de Marta Osuna

De Marta Osuna /Ganadora IX edición Excelencia literaria www.excelencialiteraria.com

 

Era extraño. No solía encontrarme dos veces a los mismos humanos. Pero ellas tres eran una excepción.

La de la derecha resultaba algo delgaducha, con una risa aguda y unos ojos capaces de penetrar el alma; la de la izquierda tenía una bonita sonrisa. Parecía algo quisquillosa, pero manejaba cualquier situación, sin duda. La otra, Tamara… Creo que ella me mira.

– ¡Laura! -se abalanzó sobre su amiga.

Esa era. La que gritaba. Tenía que permanecer escondido, no quería que me viese espiándolas otra vez.

Laura la observó y le propinó una mueca seguida de una advertencia: <<No me toques>>. Ambas se rieron.

Entonces apareció Luna. Su semblante, normalmente lleno de vida, hoy palidecía. Sus amigas le ofrecieron un sitio en las escaleras del recreo. Luna se sentó con una sonrisa, se abrazó las piernas y apoyó la cabeza entre sus rodillas, ocultándose el rostro bajo su mata de pelo. Desde mi perspectiva, parecía que estuviese durmiendo.

Intuí que no era nada grave. Un resfriado o alguna preocupación, de esas que tienen los humanos.

Volví mi atención a ellas tres. Laura miraba a Tamara y ésta se encogía de hombros.

¿Por qué cuando alguien que quieres está triste, tú también lo estás? ¿Será eso lo que llaman amistad? A lo largo de mi corta vida he observado algunas personas con esa reacción. Se hablan sin palabras. Si una está triste, las otras también lo está. Lo mismo ocurre con la felicidad.

Luna se estiró y, apartándose el pelo de la cara, observó a sus dos amigas, que la miraban seriamente. Entonces sucedió algo que tampoco entendí: Luna se rio. Su voz cantarina llenó el patio del recreo, le siguió Laura y poco después la risa estridente de Tamara se unió al coro.

-¿Qué nos pasa? -preguntó Luna secándose una lágrima.

-No lo sé -añadió Laura-, pero al final no nos va a salir todo patas arriba.

Aún emplearon unos segundos más para poder controlar la risa.

Yo tenía que partir, llegaba tarde. Salí de mi escondite y me disponía a marcharme cuando ella me volvió a descubrir. Pero, ¿por qué me sonreía? Seguro que fue fruto de mi imaginación. En cualquier caso, mientras echaba a volar escuché sus voces.

Cada vez estaba más convencido de aquello era la amistad. Tampoco habían hecho nada extraordinario y, sin embargo, algo me decía que aquellas personas serían héroes en este mundo dominado por la codicia. Tal vez sea absurdo, pero no dispongo de tiempo para meterme en ese tema. Tengo una familia a la que alimentar.

Carmen F. Etreros

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