Relato: ’13, Lincoln’s Inn Fields’ de Berta Ferrer

De Berta Ferrer / Ganadora de la II edición 

www.excelencialiteraria.com

 

Corría el rumor de que en el barrio de Holborn ocurrían cosas extrañas.

Se oían voces en una casa, decían. Y ruidos. Zancadas sobre el suelo de madera, arrastrar de muebles, piezas de cerámica que se hacían añicos en mitad de la noche. Y un rumor continuo e ininteligible, como de radio mal sintonizada. Pocos eran los valientes que se atrevían a cruzar la plaza arbolada de Lincoln’s Inn Fields después del atardecer, y los osados lo hacían apretando el paso, sin levantar la vista del suelo y obviando las fachadas de ladrillo que parecían observarles con gravedad.

Era un número, concretamente, el que se evitaba a cualquier hora del día. Nadie cruzaba frente al portal 13, nadie miraba esa casa, nadie la mencionaba en sus conversaciones; incluso, si había que enumerar las viviendas del doce se saltaba al catorce irremediablemente.

De tanto fingir que no existía, los vecinos llegaron a creer que la casa se desvanecería, evaporándose en el olvido. Por eso, la mañana en que un muchacho flaco de zapatos gastados y mochila al hombro pulsó el timbre del inmueble innombrable, se paró el tráfico y el silencio cayó como una losa sobre el lugar. Ni los cuervos se arriesgaron a graznar. Todas las miradas se clavaron en el chico, que se encogía en su chaqueta, asustado por ser el responsable del mutismo repentino que parecía haberse apoderado de la plaza.

Se abrió la puerta y la penumbra se tragó al temerario. El barrio nunca volvería a verle. Inmediatamente la fachada blanquecina, de grandes ventanales, volvió a pasar inadvertida.

Al otro lado del umbral el muchacho temblaba. Avanzó por un pasillo oscuro. El  parqué crujía bajo sus pasos vacilantes. Caminaba sin saber adónde, guiado únicamente por el murmullo ahogado de unas voces que enmudecieron durante un instante, cuando el polvo acumulado en los muebles lo hizo estornudar.

La luz le llegó de forma repentina después de atravesar el rellano de una escalera que se enroscaba hacia los pisos superiores. Tuvo que pestañear repetidas veces para obligar a sus ojos a acostumbrarse a la claridad abrumadora que llovía del techo. Por un instante la sangre se le congeló en las venas al creer que había entrado en una sala repleta de personas que lo miraban fijamente. Pero en aquella estancia no había nadie. Estaba él solo, rodeado por una infinidad de bustos de piedra, esculturas y relieves que atiborraban la habitación, combinándose con centenares de otras piezas decorativas que no dejaban un hueco libre. Las había sobre pedestales, colgadas en las paredes, apoyadas en el suelo. Aparecían en cualquier rincón imaginable -e inverosímil- sin orden coherente, para abarrotar la estancia y saturar el espacio.

El chico avanzó con cautela -procurando no tropezar con nada- hasta la balaustrada del centro de la sala, que cercaba un hueco que se abría al piso inferior. Asomó la cabeza por entre los brazos de dos esculturas y se quedó boquiabierto por el espectáculo del sótano, colmado de estatuas y del objeto que el halo de luz cenital enmarcaba.

Encontró la escalera angosta escondida tras unas vasijas de terracota y lo que parecía un pedazo de algún mosaico romano. Maravillado por aquel lugar, más laberinto que vivienda, no reparó en el rumor de voces se había transformado en silencio. Se había olvidado del temor que lo paralizara al entrar en la vivienda, absorto en la contemplación de un sarcófago que, acostado sobre un pedestal, dominaba el ambiente bajo el hueco luminoso del piso superior. No pudo evitar pensar en la momia que alguna vez habría albergado. Alargó una mano para sentir el relieve de los minúsculos jeroglíficos tallados sobre el alabastro.

—Ni se te ocurra tocarlo.

La voz surgió de las sombras. Atronó con tal fuerza que el muchacho retrocedió al instante, derribando en su huida precipitada algunas piezas. Pero cuando fue capaz de distinguir la silueta apostada en la oscuridad, su curiosidad pudo más que el miedo al reconocer a un hombre en un sillón, con las piernas cruzadas y las manos sobre una rodilla.

—Siento haberte asustado —volvió a hablar, esta vez en un tono más tranquilo—. Se trata de una obra de arte muy valiosa a la que le tengo mucho cariño.

Berta Ferrer

El chico no respondió. Dudaba entre disculparse o salir corriendo. Aquel hombre, de ojos pequeños y foulard sonrió, adivinando su dilema.

—¿Te gustaría saber cómo llegó hasta aquí?

Asintió levemente. Le había atrapado la mirada sosegada de aquel extraño que al narrar su voz apacible recordaba al discurrir constante del agua en un río.

Se sentó en el suelo, entre dos estatuas recostadas, dejándose mecer por el murmullo continuo que lo acunaba. Se perdió en los lugares a los que aquel cuento que resumía todo cuanto le interesaba y que, poco a poco, lo iba alejando del tiempo, de la casa e incluso de sí mismo.

Atendía aquel rumor ininterrumpido que lo hacía feliz y lo iba convirtiendo en una pieza más de la decoración.

 

 

Carmen F. Etreros

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