Mirada azulde Beatriz Mocchi / Ganadora de la X edición de www.excelencialiteraria.com

 

Mis padres sabían que yo estoy como una “cabra”, pero a juzgar por sus expresiones no se esperaban que fuese tan loco como para elegir Polonia como destino Erasmus. No obstante, me las ingenié para convencerles de que la Jaguelónica es la mejor universidad para completar mis estudios de Filosofía. Al fin y al cabo, el gran Karol Wojtyła había estudiado ahí.

En mi primer día llegué a clase con diez minutos de retraso. El despertador no había sonado a la hora, así que no había tenido tiempo de ducharme y perdí el autobús. Alcancé el portón de la facultad jadeando como un perro, sudado de pies a cabeza y sin el carné de la universidad, que había olvidado sobre la mesilla de noche.

-Dzień dobry! –me saludó una joven frente a la puerta del Aula Magna. Debía de estar encargada de recibir a los confusos y desorientados estudiantes extranjeros. Me quedé fascinado al verla. Me pareció que tenía una energía especial, una preciosa sonrisa y los ojos amables bajo sus cejas rubias–. Disculpa, ¿tu carné? –me preguntó, cerrándome el paso.

-Lo he olvidado en casa –musité, entre dientes, y se me subieron los colores–. He salido deprisa… Luego el autobús…

-Está bien, no te preocupes –me tranquilizó con una palmadita en la espalda, como si ya estuviera acostumbrada a encontrarse con patanes como yo.

Me senté junto a un muchacho que vivía en mi mismo Colegio Mayor para escuchar la charla introductoria.

-Es un honor tenerles aquí reunidos –habló el decano de la Facultad de Filosofía, poniéndose en pie. Era anciano, estaba encorvado y parecía simpático–. Ya me conocen, así que veo adecuado ser la persona que les presente al claustro de profesores que les impartirán clase este año…

Comenzó a decir nombres polacos que no me atrevería a tratar de escribir aquí. Aunque yo estaba muy interesado en saber quién me daría clase, me costaba no desconectar. Sin embargo, uno de los nombres llamó mi atención.

-Zofja Wiśniewska es la asistente del coordinador de Erasmus. Se encargará de que tengan una buena estancia en la universidad.

La chica que me había recibido en la entrada nos sonrió. Parecía algo más tímida que al inicio, aunque mantenía esa seguridad que había llamado mi atención en un primer momento.

Desde el día que conocí a Zofja, comencé a comportarme como un idiota integral.

Por poner un ejemplo, cada mañana procuraba estar perfectamente afeitado, por si me cruzaba con ella por los pasillos de la facultad. Había leído en un magazine que las mujeres polacas prefieren a los hombres sin vello facial, por lo que decidí seguir ese consejo y el resto de las recomendaciones de la revista para que se fijara en mí.

Me gustaría decir que mi estrategia dio resultado, sin embargo no fue así.

Capté su atención, pero no del modo que me hubiera gustado…

Eché a correr por la Universidad, cargado con un gigantesco libro de filosofía platónica. No sé si fueron los zapatos, el peso desequilibrante del libro o, simplemente, el suelo recién pulido, que patiné sobre el piso y me caí de bruces a sus pies. Ella soltó una carcajada, tendiéndome la mano.

-¡Gabriel! –exclamó, tratando de disimular un poco su risa.

-No te rías de mí –gruñí entre dientes, negando con la cabeza. Estaba colorado. Al ponerme en pie, sentí un dolor lacerante en el tobillo–. Diantres…

-¿Estás bien?

-Sí.

-¿Seguro? –insistió. De la risa había pasado a un tono preocupado.

-Que sí; no te preocupes –musité.

Al dar el primer paso para entrar en clase, el dolor regresó.

-Te acompaño a la enfermería. Debes de haberte torcido el tobillo.

-Tranquila.

Beatriz Mocchi
Beatriz Mocchi

-Vamos, Gabriel, no seas tonto.

Habría sido estúpido no aceptar su ayuda, así que accedí a regañadientes. <<Perfecto>>, pensé, <<no solo he hecho el ridículo, sino que ahora ella tendrá que cargar conmigo hasta la enfermería. ¡Qué estúpido soy!>>.

Pero fue el mejor día de mi vida, dejando a un lado que, en efecto, me había torcido el tobillo y que estaría dos semanas sin montar en bicicleta.

Zofja y yo nos conocimos mucho más. Me explicó cosas sobre su familia, sus aficiones y sus aspiraciones profesionales. Aunque me hubiera gustado aparentar ser más inteligente de lo que había parecido hasta entonces, le conté mis innumerables muestras de torpeza.

Nunca se dio cuenta de que el único motivo por el que lo hice fue para oírla reír.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *