Relato: ‘El lejano reino de Pantene’ de Irina Galera
De Irina Galera. Ganadora de la X edición de Excelencia literaria www.excelencialiteraria.com
Como cada año en Nochebuena, la familia López se había reunido en casa de los abuelos, Pedro y Encarni. Solía ser una velada festiva, pero aquella vez la familia estaba cansada. Se habían dejado caer en el sofá y se encontraban en estado vegetativo, con los ojos clavados en la tele y la cabeza soñando con camas mullidas. Como un estudiante de Letras en clase de Física y Química, luchaban contra el peso de los párpados para mantenerlos abiertos. Como dicen Los Simpsons: <<si la noche se hubiera animado más, aquello habría parecido un velatorio>>.
La única de la casa que parecía exultante era la abuela Encarni. Entró en el salón con un carrito lleno de bandejas repletas de comida. A cualquiera le habría parecido suficiente para celebrar un banquete, pero los López sabían que solo era un aperitivo comparado con lo que les serviría después.
Encarni creía que el estómago humano es un pozo sin fondo que tiene un agujero negro en su interior. El apetito insaciable de la familia no había ayudado a convencerla de lo contrario. Empezó a dejar las bandejas sobre la mesa con una sonrisa digna de anuncio de prótesis dental. Le hacía muy feliz llevar a cabo su misión “abuelistica”: atiborrar a sus seres queridos de manjares y amor.
Al momento se dio cuenta de lo decaído que estaba el ambiente. La jauría no se abalanzaba sobre las bandejas como monos salvajes.
Decidida a hacer lo que fuera con tal de recuperar la alegría familiar, subió al piso de arriba y empezó a recorrer el pasillo, meditabunda, mirando fijamente al suelo como si esperase encontrar una buena idea o una moneda de un euro.
Un rato más tarde las puertas del salón se abrieron de golpe. Se hizo un silencio aún más denso, como el de una biblioteca vacía. De entre una niebla de origen desconocido surgió la figura de Encarni recortada a la luz de una lámpara, con una toalla a modo de túnica, empuñando, como si fuera una espada, el largo cepillo de ducha que usaba el abuelo para frotarse la espalda. Un viento trascendente le agitó la melena. En su mirada había destellos de fiereza indómita.
-Buenas noches, familia –les saludó, obligándoles a apagar el televisor con el mando a distancia-. Soy Encarni, emperatriz sublime de los lejanos países de Pantene Prouve y del reino del Garnier. Fui coronada por el real decreto de Loreal. Lo real soy yo, porque lo valgo –. A la familia López los ojos se le salían de las órbitas-. Me han comentado mis fuentes que esta Nochebuena hay un desanimo general. Por eso, vengo a cambiar la situación. Me aseguraré de que todos tengáis un cabello bien oloroso, sin caspa. Este es mi designio.
Pedro llevaba más de cuarenta años casado con Encarni, pero era la primera vez que la abuela conseguía asustarle. Al principio pensó que su mujer había confundido sus pastillas con los cacahuetes, hasta que se dio cuenta de que le guiñaba un ojo. Entonces Pedro miro a su alrededor y descubrió los rostros sonrientes de sus nietos y la expresión -¡al fin!- divertida de los mayores.
Sonrió él también: Encarni había vuelto a acertar.
La abuela prosiguió su conmovedor discurso cuando alguien apareció por detrás de ella. Se trataba se Amanda Ruiz Soraya, la madre de su nuera, que miró a Encarni con un rictus serio, como si acabara de pisar un calamar.
-Con esos cabellos, podréis conquistar el mundo y… -. Encarni paró de hablar al notar el gélido aliento de Amanda sobre la nuca, talmente el Conde Drácula a punto de convertirla en vampiro.
En efecto, era su consuegra.
Se volvió hacia ella con los ojos cerrados, mientras Amanda la escrutaba con una mirada de hierro. Encarni se sintió como si le estuvieran haciendo una radiografía mental. El subconsciente se le refugió en su papel de Emperatriz. Ya no sabía quién era la tal Encarni, alguna atractiva mujer madura, probablemente, pero que no tenía relación con ella. Ella era, sin duda, la Emperatriz.
-Bienvenida sea, condesa Huesuda; digo, Condesa Amanda… Únase a nuestro festejo. Comparta con nosotros estos deliciosos manjares que vamos a tomar. Amen -su voz sonó medio firme
Amanda, una vez terminada su inspección visual (parecía que iba a redactar un informe para Hacienda sobre la pobre abuela), retrocedió un paso, consciente de que acaparaba toda la atención de la familia López y del vecino que miraba a través de la ventana.
-¿Y qué clase de Reina envuelta en una manta no lleva una corona? –preguntó con voz solemne.
Acto seguido se quitó el sombrero con un gesto pomposamente exagerado, se acercó a Encarni y se lo puso sobre la cabeza.
-Por el poder que Ikea me ha concedido, te proclamo reina legítima del reino independiente de esta casa. Cuida bien de tus súbditos y protégeles de las invasiones, impidiendo la entrada a este hogar de toda clase de ocupas.
Eacarni miró el gorro y miró a Amanda. Acababa de descubrir a una persona completamente distinta.
Sólo acertó a hacer una cosa: corresponderle con una sonrisa y una reverencia.