Lectura

De Berta Ferrer. Ganadora de la II edición www.excelencialiteraria.com

 

 In quest’aria trasparente e sottile mi pare di cogliere nella sua figura immobile i segni di quel movimento invisibile che è la lettura. 

Se una notte d’inverno un viaggiatore. Italo Calvino

 

Sacó el libro de la estantería. Lo sostuvo, dejando que el peso del objeto le llenara las manos, que los brazos se acostumbraran a la nueva carga antes de recostarse en el sofá con una pierna doblada debajo de la otra. Había colocado un cojín para la espalda. En la mesita contigua humeaba una taza de té. Esa tarde no había sido capaz de decidirse por Schumann o Bon Iver, así que optó por el silencio. Leer sin música de fondo, a solas.

La luz débil del invierno se colaba por la ventana y se derramaba sobre la portada del libro. Acarició la cubierta blanca e impecable, una fachada lisa en la que no había letras, en la que nada distraía la composición rectangular del cartón. Constituía una entrada libre de obstáculos, sin mancha.

El volumen descansaba apoyado sobre su pierna. Lo abrió con la mano derecha y su mirada se adentró en la primera página, mientras la izquierda sujetaba la tapa con los dedos índice y pulgar. Leyó el color blanco del papel, el vacío de la hoja, las sombras que creaba la claridad ya menguada del atardecer. Sintió el grosor de la portada, la rigidez del lomo, que constituía la columna vertebral de la estructura.

Dio un sorbo al té, ahora tibio. Levantó los ojos del libro un instante. Repasó las paredes, los escasos muebles que la rodeaban, sin llegar a fijarse en ellos. Y volvió a la lectura.

Pasó una página.

Y otra.

Y otra más.

El ritmo era tranquilo y plácido. La mano derecha pasaba las hojas —deteniéndose apenas en el roce de su textura áspera— desde la esquina inferior y con delicadeza las entregaba a la izquierda, encargada de mantener el objeto abierto y notar el peso de las páginas que se acumulaban en su parte del pliego extendido. El silencio primero se había transformado en un murmullo leve. El papel lanzaba un susurro perezoso al tiempo que describía la curva que anticipaba la siguiente página. Era la puerta que se abría a un nuevo espacio, a una nueva sala.

Continuó descifrando el vacío. Leía la ausencia de palabras impresas, de márgenes, de interlineado. No había nada. Y sin embargo, aquella nada estaba hecha de misterio, de imperfecciones, del blanco del papel que lucha por ser absoluto. Y también de historias.

Era, sobre todo, una nada hecha de relatos. Un libro que era nada.

Berta Ferrer
Berta Ferrer

Pasó la última página.

Cerró el volumen por su cubierta trasera y encendió la lamparilla. La luz amarillenta contrarrestó la penumbra que ahora llenaba la estancia. Parpadeó con molestia; había estado forzando la vista.

Se levantó del sofá y estiró los brazos para desentumecer los músculos. Avanzó hasta la estantería y buscó el hueco correspondiente entre los numerosos ejemplares que albergaba. Antes de devolverlo a su lugar, contempló una vez más la portada inmaculada del libro. Acarició la superficie lisa. Sonrió.

Salió de la habitación sin hacer ruido. Mañana retomaría la lectura.

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