Papá, Quico y yo íbamos andando tranquilamente por aquella plaza, calentada con generosidad por el sol, cuando un señor mayor apareció ante nosotros. Su aspecto era propio de alguien avanzado en años: tembloroso, poco pelo y arrugada piel. Caminaba lentamente, apoyado en una muleta, y una de sus manos estaba vendada.
Saludó a mi padre. Al parecer le había empleado como mecanógrafo cuando papá era joven. Se llevarán treinta años por lo menos, pero debe haber existido una gran amistad entre ambos.
Me impresionó que, conmovido ante la sorpresa de encontrarse a su joven ayudante veinte años después, rompió a llorar. Sé que mi padre también se emocionó.
Aunque en aquel momento me sentí impactado, no logré entender el fondo de lo que allí había ocurrido. Hoy, pasado el tiempo, sé que en aquel llanto se entremezclaban la bondad, la gratitud y la conciencia de lo débiles que somos ante el paso de los años. De alguna manera, la clave de todo tiene que residir en lo que está por delante, más allá de la muerte.
Por eso, hoy también a mí me conmueve el llanto de aquel anciano.
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