El sol, la luna y la tierra están cerca, pero a la vez lejos, muy lejos. Miles de kilómetros separan la tierra de la luna. Años luz el sol de nuestro planeta y su satélite. En todo caso, les une una perfecta armonía que les hace depender los unos de los otros.
La luna le da las gracias a la tierra porque la habitan poetas que la aprecian y escriben sobre ella. Además, se mueve sin descanso por la atracción que siente hacia nuestro planeta.
La luna ama al sol, porque le regala la luz que necesita para brillar y ser admirada en la noche: hermosa, blanca y plateada. Pero es tímida y arrogante. No puede evitar envidiar al sol porque ilumina más que ella, y a la tierra por albergar vida, agua y aire. Por eso oculta una de sus caras, que siempre está a oscuras y enfurruñada.
La tierra aprecia a la luna por que le brinda su luz cuando el sol se duerme. También la respeta por el poder que tiene sobre sus aguas, por ser la señora de sus mareas.
La tierra ama al sol, ya que sin él no podría ser quien es. El astro es su fuente de vida, aunque durante el verano sus rayos sean tan intensos que lleguen a abrasar su superficie.
El sol, al mismo tiempo, ama a la tierra y a la luna. Es una bola de fuego tan inmensa que dona su energía sin menguar su poder.
Y, por supuesto, en la tierra somos muchos los que apreciamos a la luna, a la tierra y al sol. Entre otras cosas, soñamos con conocer los secretos del astro naranja, conquistar el blanco satélite y gobernar este planeta azul.
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