Ensimismado, paseo por la calles de Córdoba. Al fin decido entrar en el Alcázar de los Reyes Cristianos. Una vez allí, mi olfato es testigo de su propio cielo: me encuentro en un antiguo palacio del siglo XIV rematado por cuatro torres y cuyos jardines lo impregnan con el olor de sus flores. Me envuelve la fragancia de violetas, jazmines, nenúfares y rosas. Huele a frescura que se hace notar en las danzas de las palmeras con el viento, en el caer del agua en cada fuente, en el vuelo de los pájaros y en el aleteo de los peces de cada estanque. Una armonía de cipreses me rodea; los naranjos y limoneros se alzan sobre mí. A medida que avanzo entre los setos, voy descubriendo pedestales con estatuas. Las lilas tienen un color más intenso y su olor me acompaña mientras camino hacia el arco de salida.
Ha caído la noche. Los muros de la judería se levantan ante mí como salidos de un cuento. En la mente puedo ver al pueblo hebreo pasear por las calles empedradas, allá en el siglo X, cuando Córdoba fue cobijo de la convivencia de las tres religiones monoteístas, con sus diversas costumbres y culturas. A medida que avanzo, las cascadas de flores que caen desde las ventanas me custodian hasta la Mezquita, donde el arte mudéjar cobra vida. Los naranjos rodean las fuentes y los flashes de la cámaras de miles de turistas se confunden con luciérnagas. Un paraíso de columnas y arcos de herradura avanzan mientras avanzo, repitiéndose una y otra vez, el techo pintado como un cielo infinito de oro. De nuevo por las callejuelas, Cupido me dispara cuando una mujer de rasgos raciales y larga melena me sonríe antes de ser envuelta por la noche.
Continúo mi camino. Los oídos se me agudizan al seguir el rumor de la corriente del río Guadalquivir. Camino hasta el Puente Romano. Lo cruzo, sumergiéndome en la música de violines, flautas y guitarras. Al otro lado del puente me topo con la Torre de la Calahorra e imagino, como si viviera en el siglo XIV, los gritos de euforia de soldados victoriosos.
Decido volver sobre mis pasos al son de las carretas, que dejan tras de sí una sintonía de cascabeles y cascos que golpean el firme. Por los bares sale un brindar de copas, unas carcajadas y alguna que otra historia me lleva hasta el Bulevar del Gran Capitán, donde mis amigos me aguardan junto a la puerta del Gran Teatro. Allí, una bailaora que agita los brazos al son de una guitarra da comienzo a una noche inolvidable.
Al finalizar la obra buscamos algo que llevarnos a la boca. Mi paladar se rinde ante la gastronomía cordobesa. Un brindis por este vino, otro por el salmorejo y por los aliños con aceite de oliva y perejil. Otro por el rabo de toro, el conejo y las perdices. También por el adobo y el bacalao. Y otro más por las historias que se elevan alrededor de la mesa.
En un abrir y cerrar de ojos tenemos plan para mañana: temprano en la cafetería de siempre, donde desayunaremos una media de tomate y jamón, acompañada de un café con leche. Y para comer barbacoa en el jardín, paella o migas. A los postres no faltará un toque final de ajonjolí.
La luna llena hace resplandecer el paisaje de esta noche cordobesa.
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