Por Pablo Garrido. Excelencia literaria.

 

Abrió la puerta con urgencia y entró en la sala. Las paredes se encontraban desnudas y solo había una cama, situada en el centro de la estancia y rodeada de médicos y enfermeras. Por una de las ventanas entraba un rayo de luz de otoño que lo pintaba todo con un aire lúgubre.

-¿Cómo está el niño? -preguntó con angustia. Su aspecto denotaba largas horas de espera y su frente se encontraba empapada en sudor.

-Caballero, estamos haciendo todo lo posible. El parto se ha complicado y tememos por la vida del bebé.

La mujer que estaba en la cama soltó un alarido de dolor. Entonces, su marido le tomó la mano con fuerza. Estaba fría.

Haciendo caso omiso a la presencia de Antonio, los médicos y las enfermeras continuaron su trabajo.

Una sombra casi imperceptible apareció en una de las esquinas de la sala. Poco a poco se fue dibujando en la pared la silueta de un hombre encapuchado, que avanzó poco a poco hasta el pie de la cama.  Con calma, extendió el brazo y tomó la ficha de identificación de la paciente. Leyó con atención el nombre de la mujer: Luisa Gálvez. Asintió, alzó la cabeza y examinó la situación: los doctores luchaban para intentar salvar la vida de la criatura mientras el padre amparaba a su mujer. Podía ver el miedo en sus rostros, así como un tenue destello de esperanza.

-¡Tenemos al niño! -exclamó un médico. Sostenía entre sus brazos el cuerpo de un bebé.

La madre bajó la mirada, exhausta, y relajó todos los músculos de su cuerpo. Sin embargo, al cabo de unos segundos preguntó:

-¿Por qué no llora mi hijo?

Se hizo el silencio en la habitación. El padre alzó la mirada.

-¿Por qué mi hijo no está llorando? -repitió ella, esta vez con voz quebradiza.

La sombra extendió sus brazos enteros hacia el recién nacido.

-Nos tenemos que ir, pequeño -susurró con voz firme.

Sin embargo, detuvo el movimiento de sus brazos al escuchar un murmullo que rasgaba el silencio sepulcral al que estaba acostumbrado. Alguien intentaba comunicarse con él. Comprendió que era la madre la que hablaba. Decía oraciones y súplicas. La escuchó atentamente y, tras unos minutos de reflexión, asintió con la cabeza.

-Acepto el trato -dijo fríamente.

En su mano esquelética apareció un reloj. Las dos agujas de su interior comenzaron a dar vueltas con velocidad hasta que, de pronto, se pararon. La sombra lo cerró en su puño. Entonces la sala se inundó con un enérgico llanto infantil. Los médicos, sorprendidos, reanudaron su trabajo dispuestos a aprovechar esa oportunidad. El padre, consciente del milagro que acababa de ocurrir, rompió en un llanto de felicidad y abrazó a Luisa. Pero un escalofrío recorrió su cuerpo al sentir que su esposa no respondía. Palpó su cara, repitiendo su nombre:

-¡Luisa!… ¡Luisa!…

-¡Doctor perdemos a la madre! -gritó uno de los enfermeros.

La mujer había dejado de respirar.

Luisa se levantó de la cama. No sentía ningún dolor y había recuperado sus fuerzas. Observó a su alrededor y miró el rostro de los médicos, a los que, sin embargo, no lograba escuchar. Sin embargo, no se alarmó, pues la envolvía una sensación de seguridad que nunca antes había experimentado. Vio a su bebé llorar con energía y sonrió. Después se percató de la presencia de una figura que no había visto antes. Esta vestía una túnica negra y era alta y delgada, pero no producía ningún temor.

Pablo Garrido

-Querida, tenemos que irnos. Se me hace tarde -declaró la muerte con frialdad.

Luisa comprendió lo que le decía y sintió la tentación de resistir.

-Sé que no estas preparada -volvió a hablar la sombra-. Nadie lo está.

La muerte se volvió y comenzó a andar con aplomo. Luisa observó cómo se alejaba y, tras unos momentos de duda, corrió tras ella.

 

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