Entrevista a lldefonso García-Serena, autor de ‘El hijo del doctor’

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«Cada personaje pide paso, entra en escena y pasa sin preguntar. El bisabuelo ya no estaba en este mundo para contar su historia, así que alguien tenía que encontrar esos papeles perdidos».

Este miércoles llega a nuestras librerías la novela El hijo del doctor del escritor lldefonso García-Serena publicada por Vegueta Ediciones. Su protagonista Leo es el hijo del doctor republicano español e inicia un viaje para descifrar los enigmas que han rodeado a su familia a lo largo de décadas a partir de la misteriosa desaparición de su bisabuelo Román. La novela es una memoria reivindicativa de la emigración y el exilio que arrastró a decenas de millones de europeos a América.

P. La novela se quiere «una memoria reivindicativa de la emigración y el exilio que arrastró a decenas de millones de europeos a América». ¿Salda una deuda personal?

R. Sí, se puede decir que muchos españoles tenemos una deuda antigua con países americanos que durante décadas fueron países de acogida. Al fin y al cabo, nos dieron una nueva patria. Para muchos de ellos y sus hijos fue una patria definitiva.

P. ¿En qué medida es autobiográfica?

R. Mucho más que autobiográfica, es un espejo de miles de historias parecidas o iguales. Todos fuimos el hijo del doctor.

P. La historia que cuenta es extraordinaria, incluso si todos los que se vieron forzados al exilio vivieron experiencias semejantes.

R. En toda experiencia dramática hay emociones profundamente humanas, y francamente, de eso va la Literatura que verdaderamente me interesa.

P. Hablamos de «la novela», pero casi diría que son varias, leemos textos escritos por varias «manos»… ¿Por qué se decidió por este recurso literario?

R. No fue intencionado, sino intuitivo. Cada personaje pide paso, entra en escena y pasa sin preguntar. El bisabuelo ya no estaba en este mundo para contar su historia, así que alguien tenía que encontrar esos papeles perdidos, y ese fue el hijo del doctor. Pero normalmente, como decía Picasso, solo encuentra quien sabe lo que busca.

P. Las historias de superación que se cuentan son más efectivas que los libros de autoayuda. ¿Hay alguna voluntad pedagógica en estas páginas?

R. No me atrevería a ser pedagógico. Pero alguna historia del pasado puede inspirar a alguien de hoy, como cuando Aurelia decide olvidar, decide no lamentarse, no interpelarse ella misma porque sabe que esas experiencias de la guerra, de la pérdida, del sufrimiento, no le van a servir de nada en el futuro. En realidad, ella hace algo muy moderno que es muy sabio: aprende a desaprender.

Y un día decide que va a romper con el pasado y va a dejarlo escurrirse por el sumidero de su bañera, como el jabón, pero es una actitud fruto de su carácter. No todo el mundo es capaz siquiera de intentarlo, y el dolor propio se convierte en una forma de trascendencia en cierto sentido, como si el dolor mismo fuera un paliativo.

P. ¿Hay alguna constante o un factor reconocible que funcione como vínculo entre esas cuatro generaciones familiares, tan distanciadas entre ellas física y temporalmente?

R. Es verdad que las cuatro generaciones, desde el bisabuelo patriarca al bisnieto Leo, por razones diversas, han vivido alejadas entre sí, o no se han conocido. Sin embargo, hay algunas cosas que les unen, aparte de la sangre y tener el mismo origen familiar.

La primera es haber nacido un país pobre, España, desorganizado y colonial que ha llegado tarde a casi todo en la Historia y que condena a su gente a malvivir; y que sus hijos e hijas no pueden elegir mucho: o van a morir en una guerra, colonial o civil ―ellas metidas en un convento o en una casa de prostitutas― o se tienen que subir a un barco e irse a otro lugar muy lejos. Es un país de levas forzosas, o emigrantes y exiliados, dependiendo del momento histórico.

La segunda cosa que les une en una intuición de valores, muy espontánea ―la lealtad es el valor más presente en la novela― que se va estructurando más y más con cada nueva generación. En realidad, ellos no se dan cuenta, pero son su inocencia y sus valores lo que les protege del mundo.

P. El libro contiene un inesperado (por proceder de quien procede) elogio de la lectura: «Yo leía libros, y quiero detenerme en ello porque hice otro descubrimiento aún más importante. Comencé a frecuentar la biblioteca», escribe Román. ¿Qué son la literatura y la lectura para usted?

R. Son evidentemente cosas distintas, pues no toda lectura es Literatura. Me gusta mucho leer ensayo variopinto. Creo que en mi cabeza de publicitario hay una miscelánea que acabará aflorando un día u otro. No soy especialista en nada, pero todas esas cosas que leí (a veces ni eso, puse mi vista en ellas casi por casualidad) algún día tienen que salir. La creatividad funciona como un almacén desordenado que se activa cuando tu voluntad le da una orden. El creativo no nace, el creativo se construye con el tiempo como un almacén desordenado donde no obstante hay un motor de búsqueda. El refrán de mis mayores era bastante cierto: «de donde no hay, no se puede sacar nada».

P. La novela es ambiciosa: extensa, rica en personajes, a lo largo de muchos años… Lejos queda su primera incursión narrativa, Elogio de la Chireta. ¿Ha sido difícil?

R. No, en realidad lo he disfrutado. Ha sido más difícil creer que podría construir una ficción, una novela… En unas crónicas de los años sesenta, como fueron Elogio de la Chireta y otras crónicas, pude resucitar personajes reales. Con los recuerdos de un niño escritos con el cerebro de un adulto se puede hacer recreación, pero no invención. En una novela como esta hay que mezclar mucha ficción con recuerdos, sin que el lector note las costuras, hay solo una diversión, en absoluto angustia.

P. Un publicista de éxito que, cuando no tiene nada que demostrar, da el salto a la literatura. ¿De qué le ha servido su experiencia profesional en este empeño narrativo?

R. Supongo que a los publicitarios se nos pide que resumamos. Que lo hagamos con eslóganes, frases, vallas, carteles. Nos convertimos en creadores de historias de 20 segundos para la televisión. La gente no se da cuenta de la cantidad de cosas que se pueden contar en 20, en 10 segundos. Pero lo que hemos aprendido del oficio, en la práctica, es que a la gente no se le llega ni se la convence con argumentos de ladrillo y plomo, coches que corren, coches que ahorran; hay que generar emociones reales. Hay muy poca argumentación en la publicidad y sí muchas emociones que te llegan o no te llegan y tal vez es ese último recurso, trasmitir emociones, es donde está la coincidencia. Sé que es una perogrullada, pero todos aprendemos de todo. Incluso de la publicidad.

P. Una curiosidad: mientras vivió en Argentina, ¿llegó a ver esos bloques de azúcar de cinco kilos «que apilaban en la despensa, como si fueran una pared más de la casa»? ¿Conoció a Palito Ortega?

R. Si le digo que vi esos bloques de azúcar sería casi tanto como decir que conocí al hijo del doctor y ya he dicho que como él son muchos. Me encantaría poder contar que conocí a Palito, pero no fue exactamente así. Espero saludarle pronto.

P. ¿Quién es Cuco y cuál es su papel en esta historia?

R. Es un espectador que asiste impasible a un descubrimiento, un acompañante que posee la sabiduría de la buena gente y es un poco el astuto contrapunto del viajero protagonista. Un buen tipo.

P. «Iba a volver a España a poner punto final a su propia pérdida, a su desarraigo. Y para ello correría cualquier peligro, pagaría cualquier precio. No le tenía miedo a nada, ni siquiera a la prisión. Era el maldito exilio, pues. El destierro era la verdadera cárcel.» ¿Es la lección con la que debemos quedarnos?

R. El exilio, el destierro, son la verdadera cárcel. Pero la muerte, el hambre y la guerra son mucho peor. Y así seguimos, lea los periódicos.

 

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