La espera de Roberto Iannucci. Ganador de la XIII edición de Excelencia literaria.

 

El vapor que escupía el tren se colaba, como un niño travieso, entre el gentío del andén aquella soleada mañana de mayo. Las familias se abrazaban, intentando retener a los padres, a los hermanos, a los hijos, a los esposos que partían hacia las trincheras.

Las lágrimas y los sollozos quedaron ahogados por un bufido estridente del ferrocarril. El factor sopló el silbato para anunciar que la locomotora partiría en cinco minutos. En el ambiente pesaban los que podrían ser los últimos instantes que aquellas gentes pasaran juntos. Era cierto que les quedaba la esperanza, pero era tan frágil como una pluma que empujada por el viento echa a volar hasta desaparecer en las alturas.

Casi al final del andén, frente al último vagón, dos jóvenes se miraban a los ojos mientras un frágil silencio se interponía entre ellos, temerosos de que pudiera romperse de forma violenta. Hasta que se abrazaron y ella dejó en el hombro de él un reguero de lágrimas que contenían todo su miedo, su rabia y su tristeza.

─No puedo pedirte que no vayas ─le dijo Dolores entre desgarrados sollozos─. Sé que debes hacerlo. Solo te pido que vuelvas ─. Levantó la cabeza y lo miró a los ojos─. Prométeme que volverás.

Manuel dibujó una sonrisa consoladora que disimuló su tristeza.

─No puedo prometértelo, Dolores. Sabes que no puedo. Pero tú sí puedes prometerme que me esperarás ─. La estrechó con fuerza– hasta que vuelva.

No habían hablado de planes futuros, del matrimonio ni de los hijos que tendrían, sino de aquel presente incierto.

–Y después un momento sin tiempo y un presente interminable.

─Prometo que te esperaré.

***

La anciana terminó de hablar. Un silencio de tintes sagrados se instaló en el dormitorio. Nadie se atrevió a romperlo hasta que Iván dijo:

─Vaya, abuela, lo que nos has contado es… ─trató de buscar la palabra adecuada, pero se conformó con una más corriente─ precioso.

Ella asintió, con la aún mirada perdida, pues estaba muy lejos de aquella habitación, todavía en el andén de un soleado día de mayo.

─¿Y aún le sigues esperándole? ─se interesó el chico, ya que ninguno de sus primos parecía dispuesto a hablar─ ¿A pesar de todo el tiempo que ha pasado?

Ella sacudió la cabeza, pero sin mirarle. Su memoria viajaba por las semanas que siguieron a la partida del tren, cuando llegó la carta con el membrete oficial. Y después el ataúd. Y el entierro. Y el desgarro. Y las heridas que tardaron en cerrarse y le dejaron largas cicatrices. Recuerdos dulces y amargos a partes iguales.

─Dejé de esperarle hace tiempo ─le contestó Dolores con calma─. Él es el que está esperándome.

Alguien entró en la habitación.

─Venga, que es muy tarde. ¡Todos a la cama! ─anunció Eva, recorriendo con la vista a los chicos congregados alrededor de la anciana─. Mamá, deja que te ayude.

Roberto Iannucci
Roberto Iannucci

Despacio, la levantó del sillón y la llevó a su cama. Poco después la recostó con cuidado y la arropó. Dolores se lo agradeció con un murmullo y se desearon buenas noches.

En la oscuridad de su habitación Dolores vio el brillo de los ojos claros de Manuel y su rostro sonriente. Y supo que no habría que esperar mucho más. Habían llegado adonde él le habló en el andén: aquel momento sin tiempo, un presente interminable.

 

 

 

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