Relato: ‘La mirada de Bécquer’ de Marina Rodríguez Tornero

De Marina Rodríguez Tornero. Ganadora de la XI edición www.excelencialiteraria.com

 

Con veintiún años pensaba que contaba con una educación consolidada. Me refiero a mis modales, no al conocimiento, que jamás será firme ni definitivo. Sin embargo, si nunca está todo aprendido respecto al fondo, tampoco lo está sobre las formas. Es decir, a mis veintiuno me llevé una lección que hoy quiero volver a abordar.

Fue durante una de esas tardes de verano avaladas por un sol en retirada. Me encontraba con un par de amigas. Entre las tres dábamos alas a una conversación de aires metafísicos acerca del mundo. Nos referíamos al siglo XXI, en el que nuestra vista no depende únicamente de los ojos, las gafas o las lentillas, sino de un elemento adicional: las pantallas, lo que provocó entre nosotras un debate sobre la mirada. La mirada real, de pupila a pupila.

Hay quien considera que mirar a los ojos del otro es de mala educación. Es decir, que lo que yo tenía interiorizado como signo de honestidad y transparencia, para algunos es una flagrante violación a la intimidad. Lo fundamentan en que las miradas intensas y escrutadoras incomodan, pues se cuelan a la fuerza en un lugar reservado del interlocutor. Sí, las miradas queman la piel del que las recibe pero, ¿acaso no es eso lo que buscamos? ¿No es la efectiva conexión el presupuesto indispensable de la interacción social? ¿Dónde queda la teoría lingüística de emisor, receptor, mensaje, canal… para generar la comunicación?

La mirada es la disposición del que emite y la presencia cierta del que recibe. Sin duda un canal incomparable para la transmisión del más claro de los mensajes. Las miradas acompañan al lenguaje verbal y, a su vez, lo superan. Constituyen un lenguaje propio, autónomo y vivo. Por eso no es caer en un tópico afirmar que la mirada es el reflejo del alma, una declaración de intenciones, un grito callado de lo que soy y de lo que puede ser el otro. Yo y los demás somos tantos a la vez, que de cada cual puede haber mil versiones distintas.

La mirada tierna y protectora de una madre a su hijo; la mirada entre amigos que comparten un código que solo ellos saben interpretar; la mirada mate de quien guarda un tormento y pide ayuda sin hablar; el brillo en los ojos que provoca la alegría; el fulgor de la indignación; la pesada e insostenible mirada de la decepción… y la mirada furtiva de algo que parece amor.

Como con las palabras, a veces preferimos no escuchar las miradas cuando sospechamos que si lo hacemos no habrá vuelta atrás. Las palabras pueden mentir o esconder, pero lo que guardan los ojos, como mucho, se puede tapar. De ahí el valor inconmensurable de su mensaje. Es cierto que una mirada es un riesgo que, por supuesto, podemos evitar. Pero, atención: en términos oftalmológicos, la alternativa es la ceguera.

Más allá de nuestro egoísmo la mirada es un gesto de generosidad, la oportunidad que concedemos al que está intentando contarnos su historia y sabe que se merece nuestra atención. ¿Cuántas veces hemos sufrido la frustración del no se ha dignado ni a mirarme? En definitiva, la pequeña molestia de levantar la cabeza lo justo es tanto como el triunfo de la empatía sobre los prejuicios y la indiferencia.

Marina Rodríguez Tornero

Nunca he podido evitar buscar la mirada de la persona que tengo enfrente. Necesito la información que me traen sus ojos. Puede que a veces haya pecado de inquisitiva, pero no es por indiscreción; solo se trata de curiosidad. Quizá sea una fanática de Bécquer o me haya tomado muy a pecho sus versos pero, ¿dónde está la poesía si no clavo en mi pupila tu pupila azul?

Corremos el riesgo de dejar de mirar. No por indiferencia, sino porque junto a la curiosidad, la valentía requerida y la vulnerabilidad de la acción de mirar tienen tanto peso que a veces flaqueamos. Con todo, en estos tiempos de mascarilla, más Bécquer y poesía.

 

 

 

 

Redacción

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