La luna roja
La luna roja

La luna roja de Emilia Carrasco. Ganadora de la VIII edición www.excelencialiteraria.com

La luna roja brillaba sobre la tierra cuando Myriam, con su bastón de madera y su cesta de mimbre, salió de la casucha. La temperatura de Alejandría seguía siendo alta, incluso cuando el cielo se había convertido en un manto negro lleno de estrellas. Myriam abandonaba su hogar para recoger lo que otros desechaban, aquello que pasaba desapercibido para el ojo que no veía más allá de lo tangible. En las calles que a la luz del sol habían estado llenas de mercaderes, nobles y sabios, reinaba la paz.

Salió de la ciudad para adentrarse en la naturaleza pedregosa, en busca de rocas y metales. Myriam emprendía aquel viaje cada vez que necesitaba provisiones. Pero esa noche, con la luna de sangre dominando el cielo, debía ser precavida. El satélite lo hacía todo más peligroso, pues tintaba los corazones del carmín de su brillo deslumbrante.

Myriam debía darse prisa, recoger con rapidez las rocas que relucían y que la llamaban con el canto de la vida eterna.

Era consciente de que, con la luna roja sus experimentos funcionaban mejor. Los metales atrapaban la luminosidad de las estrellas, lo que les otorgaba un poder mayor: el de mostrarle el futuro.

Los egipcios habían construido minas superficiales para conseguir esos metales y transformarlos en herramientas, ignorando hasta dónde podía extenderse su poder. Así que Myriam recogía lo que ellos habían dejado de lado. De las paredes sobresalía el mercurio, el cobre y la tantalita. También palpó las murallas de la Tierra en busca de oro y granito.

La mina descendía hasta las entrañas de la tierra, pero a Myriam le aterraba llegar al mundo de ultratumba si perdía su camino. Por eso, en cuanto su respiración se entrecortó, abandonó la búsqueda.

Las piedras aún brillaban cuando Myriam volvió a su taller. Allí dormía, trabajaba y predecía el sino de las personas que acudían a visitarla. Necesitaba la fuerza del metal, se sentía atraída por su poder, decidida a recibirlo en su interior.

En mitad de la habitación se encontraba su obra maestra, el Kerotakis. Se arrodilló ante él y fue sacando las rocas de su cesta. Tomó tres frascos de cristal semitraslúcido y los insertó en cada uno de los brazos del aparato. Con un cuchillo extrajo las onzas puras de metal de cada piedra y puso su preciada lámina de cobre, ennegrecida por el paso de los años, sobre una paleta triangular, apoyándola en un recipiente de cerámica en el que introdujo su tesoro. Había elegido el plomo y la tantalita, pues darían al vapor un color rojo como el de la luna de aquella noche.

El proceso fue lento, pero efectivo. Mientras veía cómo los metales se derretían y transformaban en vapor, Myriam escribió frenéticamente en su papiro.

Aquel vapor poco a poco se almacenó en las botellas, que terminaron llenas de una niebla roja que resplandecía frente a sus ojos. Cuando no quedó nada bajo la lámina de cobre, cogió uno de los recipientes y, cerrando los ojos, inspiró la sustancia que se había formado en su interior. Guardó los otros frascos y esperó con el sabor del metal en la boca, agrio y salado, parecido al de la sangre.

El cobre fluyó por sus venas, rápido y eficaz, haciendo que en el interior de sus párpados comenzaran a formarse visiones.

<<La luna roja matará a todo aquel que pise su brillo>>.

Aún sin ver, escribía lo que el oráculo predecía. En su mente apareció el sol rojo, tan parecido a la luna de aquel día. Aquel día, Egipto se había bañado en ambos. ¿Significaba que el Imperio iba a caer, que los faraones iban a ser tragados por la niebla de la Historia? Desde que Roma tenía el poder, la gloria de la dinastía de las pirámides empezaba a quedar relegada. Si la luna roja suponía el fin de todo, si Egipto caía, también lo haría el Imperio. Su pueblo sería libre al fin.

La tinta manchaba sus dedos, entumecidos por la acción del plomo y el cobre. Myriam comenzó a temblar. Afuera escuchó un alarido de dolor que le hizo incorporarse para mirar por la ventana. Un hombre yacía bajo la luz de la luna, con la piel roja y llena de callos.

–¡Ayúdame por favor! –dijo entre lamentos–. ¡Moriré si no me apartas de la luz!

Myriam se asustó; no sabía qué hacer. Ella era alquimista, no curandera.

Acompañando a las súplicas del hombre, otras voces comenzaron a elevarse en la noche.

<<¡Muerte!>>, gritaba el mundo.

Supo que Egipto moría.

Emilia Carrasco
Emilia Carrasco

Decenas de personas corrían por las calles con la piel sembrada de quemaduras. Parecían haberse bañado en azufre hirviendo.

<<La luna mata esta noche>>, pensó Myriam, y recordó las leyendas de su pueblo judío.

La noche eterna había caído sobre Egipto. Las plagas habían comenzado de nuevo. De nada serviría a partir de entonces la alquimia.

 

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *