‘Ballenas de hierro’ de Jorge Buenestado
De Jorge Buenestado. Ganador de la XVI edición www.excelencialiteraria.com
Las leyendas escandinavas hablan de los dragones del mar, que en vez de fuego expulsaban fumarolas de vapor. Su descripción, por extraña que pudiera parecer, detallaba a un monstruo recubierto por unas escamas como de piedra, que iban endureciéndose a medida que crecían. Además, tenían el lomo cubierto de vellones, a los que los vikingos denominaban lana de hierro. Ellos las cazaban, pues conocían que debajo de los ojos, allí donde esconden la garganta, tienen un espacio de piel sin protección en la que podían hundir sus arpones. Una vez en tierra, destazaban a los dragones, dispuestos a aprovecharlos por completo: con las escamas fabricaban sus cotas y armaduras, separando las puntas más pequeñas para elaborar flechas. Gracias al aceite, prendían sus antorchas, que resistían incluso bajo las tormentas de nieve. También y secaban la carne, que los alimentaba durante los largos inviernos.
Pero todo el mundo sabe que los dragones, de existir, volarían y echarían vaharadas de fuego. Así que se trataba de ballenas, las conocidas por ballenas de hierro, que al respirar lanzaban al aire, desde la parte más alta de sus cabezas, una fuente de vapor.
Fue durante la Revolución Industrial, cuando la población rural de Gran Bretaña abandonaba el campo para engrosar los barrios pobres de las grandes ciudades, cuando en los puertos decidieron volver a la caza de aquellos cetáceos, pues su aceite era mucho más eficaz que el carbón para mantener prendidos los hornos de las fábricas.
El naturalista Robert Wirdan se embarcó en uno de aquellos apestosos balleneros, pues quería estudiar a los monstruos de hierro desde altamar. Desde pequeño le habían fascinado las crónicas que describían a aquellos colosos acuáticos, y quería descubrir el velo que separaba la realidad de la ficción. La caza se realizaba en barcos que navegaban en solitario, para evitar que el ruido pudiera espantar a los cetáceos. Decían los balleneros que la caza intensiva que se practicó siglos atrás, había llevado la especie casi a la extinción. Era empresa harto difícil encontrarlos y por ello en las lonjas se prometían precios astronómicos por cada ejemplar. Pero, incluso con aquella recompensa añadida, apenas había balleneros que se atrevieran a emprender la aventura, pues muchos de los que partieron nunca regresaron.
Gracias a los conocimientos de Robert, localizaron a una pareja de ballenas de hierro, que el naturalista identificó como una cría y su madre. Los balleneros decidieron que la más joven sería mejor botín, pues con la edad las escamas iban adquiriendo inmundicia, perdiendo parte de su alabada pureza, tan apreciada por los herreros. Tras avistarlas, los tripulantes se apresuraron a preparar los arpones. Mientras tanto, Wirdan trató de no estorbar mientras ponía su empeño por observar a la pareja.
Wirdan estaba interesado en el destino de las ballenas que morían en altamar, y terminaban por hundirse en las profundidades. Pensaba en las carcasas férreas, que debían sembrar el lecho marino una vez quedaban libres de su carne. Se imaginaba el fondo oceánico como un cementerio de tumbas de hierro.
El barco se colocó a babor del ballenato para avanzar en paralelo a su rumbo. Cuando dispararon los arpones, Wirdan contempló, entre el horror y la fascinación, cómo desgarraban la piel bajo los ojos de la cría para clavarse en su carne. Extendieron entonces las redes que iban a arrastrar al agonizante animal. Los llantos de la cría y la madre eran el concierto más triste que Robert había escuchado nunca.
De pronto, la hembra, a pesar de su tamaño, sacó a la superficie todo su cuerpo mediante un extraordinario salto. Al caer no solo rompió las cuerdas, sino que la ola que provocó se llevó las redes próximas al barco. La cría, con los arpones clavados en su carne, pero libre de los lazos que la unían al ballenero, se sumergió para evitar el alcance de los cazadores. La madre, antes de replicar el mismo movimiento, soltó una fumarola de vapor en la que se encendieron chispas de fuego que prendieron su lana de hierro, oxidándola y envolviendo su cuerpo en llamas que saltaron hasta las sogas, incendiándolas. Apenas en un momento, el fuego se propagó por el velamen y los mástiles.
Robert Wirdan, el único superviviente de aquel terrible naufragio, dedicó el resto de sus días al difundir su experiencia acerca de aquellos animales únicos, los dragones del mar. Y unas décadas más tarde, gracias a la invención del submarino, visitó lo que quedaba del pecio. Junto a él se encontraba el esqueleto colosal de la ballena. Junto a él, cientos de otras carcasas colmaban aquella región del fondo. Y desde aquel día, los submarinos recibieron el nombre popular de ballenas de hierro.