Relato: ‘Lágrimas de marfil’ de Nacho Barrón

0
Lágrimas de marfil de Nacho Barrón
‘Lágrimas de marfil’ de Nacho Barrón

Lágrimas de marfil de Nacho Barrón. Ganador de la XVII edición www.excelencialiteraria.com

Salimos del comedor con los estómagos llenos y nos dirigimos a los autobuses, que se
encontraban aparcados al lado del edificio. Había llegado el momento más difícil de nuestra
estancia: la despedida, tras habernos dejado la piel en un campo de trabajo organizado por
nuestro colegio. Los marfileños de aquel poblado nos habían acogido como si fuésemos parte
del lugar, sin marcar diferencias a cuenta de nuestra piel blanca.

Fuimos diciendo adiós a cada uno de los niños con los que habíamos convivido durante
aquellas semanas. Sus padres, para acompañarlos, habían abandonado por unas horas las
obligaciones cotidianas en sus pequeñas huertas. Pese a que las familias de aquella región
apenas tienen nada, nos ofrecieron regalos: colgaron de nuestros hombros curiosas telas con
los más vivos colores y singulares patrones, confeccionadas por ellos mismos. Empleaban la
liturgia propia de quien agasaja a un rey, aunque nuestro aspecto sucio y cansado mostrara, a
ojos vistas, lo contrario: éramos un grupo de adolescentes cubiertos de sudor, por el agobiante
calor, y del polvo rojizo que cubre aquella región de África.

En unos minutos nos rodeó un mar de cabezas y manos. Apenas podíamos recoger más
presentes al tiempo que seguíamos despidiéndonos de aquellos con los que nos cruzábamos
en aquel tumulto. No importaba que nuestro desconocimiento de su idioma nos impidiera
reconocer su amabilidad con palabras: los abrazos eran una muestra más que suficiente.

El corazón se me había encogido en aquella mezcla de risas, polvo y llantos. A punto de
subirme a uno de los autobuses, me topé con Miemo, una pequeña de unos diez años que
desde el primer día no se había separado de mí.

–Miemo… –la sonreí con un deje de tristeza.

Plantada en medio de aquella multitud, me miró a los ojos e inmediatamente inclinó la
cabecita para que no la viera llorar, a la vez que se abrazaba a mi cintura. Yo también quería
llorar, pero debía consolar a Miemo.

Coloqué mi mano bajo su barbilla y le alcé la cara con delicadeza. Sus carrillos de ébano
brillaban más que de costumbre a cuenta de las lágrimas, que terminaban por caer en mi
camiseta. Saqué del bolsillo un pañuelo de papel y le limpié los ojos y las mejillas. Como le
hacía cosquillas, dibujó una blanca sonrisa que brilló como una luna nueva en su piel
perfecta.

A pesar de la fatiga a cuenta del trabajo al que nos habíamos entregado día tras día, cargando
sobre los hombros pesados sacos de cemento, carretillas rebosantes de hormigón fresco y
placas de aluminio para el tejado de aquella iglesia que comenzaron a construir nuestros
compañeros de colegio en veranos anteriores, y que nosotros habíamos terminado bajo un
bochorno infernal con la pobre vitualla de platos de mandioca, arroz y un poco de pollo, nada
se me hizo más complicado que devolverle la sonrisa a Miemo.

Nos miramos a los ojos y ella alzó sus manos para que la cogiera en brazos. Cuando alcanzó
la altura de mi rostro, me sostuvo la sonrisa y la mirada durante unos segundos, antes de
hundir la cara en mi hombro y enlazarme el cuello con fuerza. Así estuvimos durante un rato,
hasta que los profesores nos pidieron que subiésemos a los autobuses; teníamos que darnos
prisa, pues al día siguiente, muy temprano, íbamos a embarcarnos en el avión que nos
devolvería a España.

Bajé a Miemo, pero ella me tomó de la mano y sacudió la cabeza, como pidiendo que no me
fuera. Con su mano libre, me indicó la dirección de su casa, como si quisiera que me quedara
allí a vivir, junto a su familia. La miré y, con una fina sonrisa acompañada de un sutil gesto
de negación, le hice entender que no era posible. Sé que hizo un esfuerzo por no llorar otra
vez, y uno aún mayor para guiarme hasta el autobús a través de la gente.

Antes de subir las escalerillas nos dimos un último abrazo, e hice lo mismo con otros niños
con los que tenía confianza. Ya en su interior, avancé por el pasillo y me senté al lado de una
ventana. Del otro lado me esperaban Miemo y la chavalería. Abrí el cristal, me asomé y tendí
un brazo antes de que arrancara el autobús. Les lancé un tosco «au revoir» junto a una
sonrisa. Los niños, que batían los brazos con las manos abiertas cuando comenzamos a
avanzar, echaron a correr detrás del vehículo hasta que salimos del pueblo. Fue en ese
momento cuando abandoné el esfuerzo por mantener la sonrisa y, al fin, derramé unas
lágrimas.

Al final de cada jornada, cuando abandonábamos la iglesia en los autobuses, compartía con
mis compañeros las distintas experiencias del día. En el momento de nuestra marcha, no.
Sólo se oía el motor renqueante mientras nos alejábamos a través de aquellas colinas rojas
cubiertas de verde.

Costa de Marfil ha sido el golpe de realidad más grande que he recibido en la vida. Me ha
sacado de mis comodidades, mostrándome cómo vive la mayor parte de la humanidad,
enseñándome el limitado valor de lo material, y que el camino para alcanzar la felicidad es
entregarse a los demás. Por eso, no puedo ni quiero olvidar aquellas lágrimas de marfil.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *