Relato: ‘El peluquero de barrio’ de Pablo de la Lastra

El peluquero de barrio de Pablo de la Lastra. Ganador de la XVIII edición www.excelencialiteraria.com
Fue él quien le enseñó a filosofar sobre la belleza, a saber escuchar a las personas, a jugar con las palabras, a enamorarse de lo cotidiano. Y no, no era un filósofo ni un psicólogo, ni siquiera un filólogo.
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Llegó el momento en que los padres de Álvaro le animaron a buscar un puesto de aprendiz en algún negocio del barrio, para que pudiera contribuir a sostener la economía familiar. Ya lo habían hecho con su hermano mayor. El muchacho, feliz de poder echar una mano a los suyos, una familia de doce hermanos, se paseó por los locales cercanos a su vivienda para darse a conocer.
Dejaba en las manos de los tenderos una cuartilla en la que explicaba quién era. No hubo taller ni comercio donde no entrase. Empezó a recibir negativas, al principio adornadas con excusas, más adelante a Álvaro le echaban de los establecimientos con noes rotundos. Era una época mala; apenas había dinero en los bolsillos de la gente. Por eso, a nadie le venía bien disponer de un trabajador más, aunque fuese como aprendiz.
Por fin recibió un visto bueno. Se trataba de Paco, el peluquero del barrio. Era mayor y estaba a punto de jubilarse. Aunque no le sobraba el dinero, sabía de las necesidades y los apuros de la familia de Álvaro. Por caridad más que por necesidad, decidió
contratarlo.
Álvaro recibió la noticia con cierto desencanto; no le gustaba la idea de cortar el pelo. Hubiese preferido un puesto en el taller de automóviles, en la herrería o en el supermercado, como reponedor, pero aquella peluquería era el único negocio que había respondido a su solicitud.
El local era pequeño y estaba situado en el bajo de un viejo edificio. Disponía de dos butacas para cortar el pelo y contaba con un largo espejo para que se vieran los clientes durante la faena, y con dos láminas que adornaban la pared del otro lado. En una de ellas, con sarcasmo, se podía leer: «Vivo por los pelos». La otra era la fotografía de un paisaje montañoso. A fin de cuentas, se trataba de un comercio acogedor, así
que cuando Álvaro dio comienzo a su primera jornada, dejó afuera los prejuicios, dispuesto a aprender y sorprenderse por la maestría del señor Paco.
Los primeros meses se le hicieron monótonos. Cumplía su labor con cierta desgana. Cuando los clientes le daban conversación, deseaba que se callasen, así que no les hacía caso. Paco, mientras tanto, atento a la desilusión del chico, trató de enseñarle la clave de aquel oficio.
El viejo peluquero sabía que muchos de sus clientes traían problemas, dificultades y preocupaciones. Para ellos, los veinte minutos que Paco tardaba en pelarles eran un desahogo. Una vez cada tres o cuatro meses, necesitaban que él los escuchase. Gracias
a sus treinta años de experiencia, Paco trataba de acertar en sus consejos y brindarles esperanza. En los momentos en los que las butacas se quedaban vacías, intentaba enseñarle a Álvaro sus conocimientos, que eran, a fin de cuentas, su filosofía. No hay nadie más indicado que un peluquero (por sus manos pasan incontables personas más y menos guapas) para hablar de la subjetividad de la belleza, es decir, sobre lo
caprichoso que es el destino con la hermosura de unos y la fealdad de otros.

–Sé que piensas que cortar el pelo es hacer siempre lo mismo –le dijo a su aprendiz–. Tendrás que descubrir que la vida no consiste en hacer constantemente cosas nuevas, sino en convertir en nuevas todas las cosas, aunque estas se repitan, con la ilusión de prestar un servicio adicional a tus clientes.
A partir de entonces, en cuanto sonaba el despertador Álvaro saltaba de la cama con ilusión por descubrir cuál sería la enseñanza de Paco para ese día. Le estaba enseñando a filosofar, a escuchar, a jugar con las palabras, a enamorarse de lo cotidiano. Y no, no era un filósofo, ni un psicólogo, ni siquiera un filólogo… Paco era un peluquero de barrio.