Relato: ‘Una ovejita’ de Julia Montoro
Una ovejita de Julia Montoro
–Una ovejita, dos ovejitas, tres ovejitas… cien ovejitas… trescientas veinte ovejitas…
Catalina llevaba contando ovejitas desde las diez de la noche; y nada, no había manera de conciliar el sueño. Empezaba a mermar el rebaño y no sabía dónde iba a encontrar otro.
–Me estoy quedando sin ovejas y no ha pasado más que un rato; mamá y papá todavía no se han ido a dormir –murmuró Catalina para sí-. ¿Cómo se supone que voy a aguantar toda la noche?
–Toma prestado el rebaño de Casilda, Cata. Creo que a ella no le hace falta –pronunció su hermana mayor, Fátima, al son de los ronquidos de Casilda.
–Tienes razón. Le voy a preguntar –le respondió Catalina.
–¡Cata, no! Tú tómalo prestado, sin preguntar. No la despiertes; que suficiente tenemos con un búho; no nos hacen falta más –exclamó Fátima en un susurro.
Catalina era la pequeña de las tres hermanas que dormían en la habitación, Fátima, la mayor de todas y Casilda la mediana.
A sus seis primaveras, Catalina conservaba la inocencia que a tantos niños de su edad ya le había sido arrebatada por la vorágine tecnológica. Era risueña, de lacios cabellos dorados y mejillas sonrojadas.
Había dado suficientes vueltas en la cama como para sentirse incapaz de soportar una noche así. A pesar de su capacidad para conciliar el sueño en cualquier rincón, Catalina experimentaba una crisis de insomnio el mismo día cada año.
–Fátima, ya no aguanto más. Creo que voy a ir a la cocina –susurró–. ¿Te vienes, Fati? –añadió.
Pero a Fátima le mecían ya en los brazos de Morfeo, así que Catalina debía hacer frente en soledad a aquella noche. Su intención era salir de la habitación para llegar a la cocina sin que mamá y papá la escucharan. Cogería un vaso de leche, pasaría a la habitación de sus hermanos para pedirle a Javi parte de su rebaño –dado que el de Casilda había resultado insuficiente– y volvería a su cuarto para continuar con el recuento ovino.
Saltó de su litera, abrió la puerta apretando bien fuerte el pomo para evitar que chirriara, y emprendió con sigilo su viaje a la cocina.
Sus diminutos pies descendieron las escaleras hasta la planta baja, dejando a su paso un tierno aroma infantil. Desde el último escalón dio un pequeño salto, para recorrer los escasos metros cubiertos de mullida alfombra que conducían a la cocina.
Arrastró su taburete, aquel que usaba para ayudar a mamá a realizar los postres, alcanzó su vaso y la jarra de leche, dejando algún que otro salpicón en la encimera, y consiguió completar su misión. Entonces se sentó en la porción de la encimera que se encontraba frente a la ventana que, a pesar del frío de la noche, estaba ligeramente entreabierta, con la persiana subida y las cortinas ligeramente replegadas, dejando pasar un tenue haz de luz.
Desde que Cata tenía uso de razón, todos los años aquella noche había sido así: antes de ir a dormir, papá la subía a la encimera para que ella entreabriera la ventana porque, si no, «¿cómo van a entrar en casa?».
Cual corderillo hambriento, engulló el casi medio litro de leche en apenas cinco minutos, cerciorándose de que no quedara ni una gota. Dejó el vaso en el fregadero e inicio la operación retorno, entre brincos, piruetas y un bigote lácteo. En cuanto llegó al pasillo decidió que había llegado el momento de poner fin a sus impulsos, pues de lo contrario, mamá y papá se darían cuenta de que se había escapado de la habitación. Y fue en su trayecto de retorno que creyó escuchar ruidos en el salón. De puntillas, se acercó a la puerta y creyó ver pequeños destellos y escuchar sonidos de pasos.
–¡Jacobo, no hagas ruido, algún niño está despierto! –habló Teresa, la madre de los pequeños, en un tono bajo de voz.
–Vale, mujer, tranquilízate –le respondió su esposo.
Catalina decidió acercarse un poco más a la puerta, ansiosa por descubrirlos… «¡Voy a conocerlos!».
–Jacobo, haz algo. ¡Es Catalina; nos va a ver! No quisiera que su ilusión se desmoronara en un instante.
–Esto lo arreglo en un momento –dijo Jacobo mientras se dirigía hacia la esquina más alejada de la puerta del salón, con un trozo de papel de regalo pegado a la zapatilla–. ¡Catalina, sé que estás ahí! Los camellos te han olido. Vuelve a la cama o no podremos dejar los regalos preparados –habló con una voz impostada.
Catalina se quedó tentada a introducir la cabeza por la rendija de la puerta.
–Pero, es que quiero verlos, ser la primera niña del mundo en conocerlos de primera mano.
–Cata, entiende que tenemos que realizar nuestra labor sin interrupciones. De lo contrario, no tendremos tiempo para pasar por todas las casas esta noche, y muchos niños se quedarán sin juguetes. Vuelve a tu cuarto, por favor –añadió Jacobo con aquella nueva voz.
Catalina decidió hacerle caso, entre otras cosas porque el miedo superaba su curiosidad. Así, volvió a su dormitorio, no sin antes pasar por la habitación de sus hermanos.
Se acercó a la cama de Javi, y le dijo al oído:
–Javi, los he visto. Te van a traer muchas cosas. Pero yo vengo a robarte ovejitas, que necesito contarlas para poder dormir.
–¿Desde cuándo eres doblador de cine? –le preguntó Teresa a su marido con una sonrisa burlona.
–Desde que mi único deseo es mantener viva la ilusión de mis hijos. Imagínate que nos llega a ver; ¡qué decepción para ella! Es demasiado pequeña.
Catalina se recostó en su cama. Sus dos hermanas seguían durmiendo.
–Bien, ovejitas, voy a contaros. No sé cuántas tendrá Javi. Espero que suficientes para superar la pena de no haber podido entrar en el salón. Mis hermanos no me van a creer, pero cuando les diga que se saben mi nombre, van a sentir mucha envidia –. Catalina abrazó a su muñeco de peluche y empezó a contar–. Una ovejita, dos ovejitas, tres ovejitas…
–¡Marcos, que ya han venido! Mira lo que hay en el salón! –exclamó su hermano Lorenzo.
De pronto, la casa se convirtió en la curva de la estafeta de los sanfermines: gritos, risas, carreras escaleras abajo… Había llegado la mañana de las mañanas.
Catalina llevaba tres minutos contando ovejas cuando la manada fue a despertarla:
–¡Vamos Cas, Cata, Fati… Que ya han venido! –las sacudió Lorenzo para que se les despegaran las sábanas.
Catalina bajó los peldaños lentamente, algo poco habitual. En el salón estaban sus padres, quienes descubrieron algo diferente en el semblante de su hija:
–¿Qué te pasa, Cata? –le preguntó su madre.
–Nada. Bueno, sí… los he visto.
–¿A quién has visto? –quiso saber Lorenzo.
–A los Reyes.
–¿A los Reyes? –intervino Javi.
–Sí, a los Reyes. Y me han hablado: me dijeron que me fuera a la cama, porque si no no os iban a dejar regalos y no les iba a dar tiempo a pasar por todas las casas.
–¿Y por eso estás así, mi niña? –le interrogó su padre.
–Es que querría haber hablado con ellos.
–Cata, escucha… A los Reyes no se les puede ver, porque sería tan impactante para todos que no podríamos soportarlo. Así funciona la magia de los Sabios de Oriente, que solo nos piden que confiemos en ellos, que aprendamos a ver en lo invisible.
La pequeña asintió.
–Seguro que fueron agradables contigo –prosiguió Jacobo–. Tendrán una voz grave y poderosa, pero dulce como miel.
–Sí, papá, muy grave. Pero me gusta porque se parece a la tuya.
Pasó la mañana al tiempo que iban desenvolviendo regalos, estrenando patinetes y comiendo roscón. Cata meditaba:
«Ha sido por culpa de las ovejas, que también son invisibles y poderosas. El año que viene las volveré a buscar, porque con sus poderes me ayudarán