Relato: ‘Cita a medianoche’ de Fernando Vílchez

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Córdoba

Ganador de la VI edición / www.excelencialiteraria.com

 

Nervioso, contemplé mi reloj. Era medianoche. Cómo se retrasaba esa mujer… No había forma de que fuera puntual. Días y días insistiéndome para que viniese a Córdoba y ahora ella me hacía esperar. ¡Típico!

La calle era estrecha y estaba flanqueada por blancas casas de dos pisos. Era difícil no perderse por aquel laberinto en el que cada esquina era igual a la anterior. Ella me había hecho llegar hasta aquel lugar y, lo cierto –hay que reconocérselo-, tenía buen gusto: la callejuela angosta con el campanario de San Agustín de fondo, tenía su encanto.

Me coloqué en una acera. No cejaba de mirar mi reloj, haciendo caso omiso de la gente que se agolpaba a uno y otro lado de la calle. Comenzaba a impacientarme. Me dije que, por una vez, no sonreiría al verla.

Navegaba en aquellos pensamientos cuando la vi.

Al son de las trompetas y los tambores que rompían la quietud de la noche cordobesa, la Virgen de las Angustias flotaba sobre las espaldas de sus fieles costaleros. Se había hecho de rogar, pero su aparición no me causó indignación alguna; ni siquiera indiferencia.

Los pétalos caían sobre la madre cuyas manos sostenían al salvador de la humanidad. Llevaba el rostro compungido por la pena. Las alabanzas hacia la mujer que había sufrido aquel tormento y la mayor de las glorias se sucedieron a lo largo de toda la calle.

Fernando Vílchez
Fernando Vílchez

Conforme se acercaba, noté como en su expresión también cabía el anhelo. Tardé poco en entenderlo: parecía que a su hijo le quedara una gota de vida. Su tórax estaba hinchado y la boca entreabierta. La Virgen no perdía la esperanza de que, a pesar del tormento, viviera.

Mis ojos se cruzaron con los míos en un solo instante. Como si fuera yo al que sostenía, me sonrió levemente. Ella sabía por qué había venido y su sonrisa fue la aprobación que necesitaba para permanecer hasta el final de la procesión.

La Virgen llevaba un vestido de terciopelo negro. Estaba insultantemente guapa. Un collar de perlas y la medalla de la hermandad le decoraban el cuello y unos pendientes acompañaban a la mantilla que ocultaba sus cabellos morenos.

Me había dicho a mí mismo que no sonreiría al verla, pero no sólo sonreí: me llené de felicidad y emoción al contemplarla.

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