Nunca fue mi tipo. Demasiado juvenil en los momentos difíciles, pues aún antes de rozar siquiera mi pena ya me había empalagado su dulzura.
Demasiado conservador en los momentos de diversión, y es que sólo se convertía en el alma de la fiesta cuando era hora de cerrar.
En los meses de frío su olor afrutado me traía esperanzas de primavera, pero nunca conseguía calentarme el corazón.
Cuando rozaba mis labios, su sabor me abrasaba, pero no de una manera pasional y adictiva, sino repulsiva, de decir basta y nunca más.
A pesar de todo me propuse soportarlo en ocasiones especiales, eso sí, cerrando los ojos, porque siempre he odiado su color: rojo sangre de herida recién abierta.
Dicen que el buen vino mejora con los años. Tal vez, el problema no sea otro que el catador.
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