Toc, toc, toc, ras, ras…
Bajaba la avenida a paso vigoroso, recorriendo los últimos cientos de metros de su caminata matutina. Y como todas las mañanas los vio venir de frente.
Dos señores de traje, uno alto y otro bajito, ambos calvos. Si no fuera porque el que ganaba en estatura lo hacía por goleada también en corpulencia, podrían conformar una actualizada imagen quijotesca. Caminaban al mismo ritmo, los codos separados ni tan siquiera un palmo, los pies perfectamente sincronizados fruto probablemente de la cantidad de veces que habían hecho el recorrido juntos.
Así como es imposible pasar por alto una mancha de vino en un mantel impoluto, detectó enseguida un pequeño objeto que no pertenecía a la escena. Traje azul marino perfectamente planchado, camisa blanca sin una arruga, zapatos sin una mota de polvo y encerados con mimo, y gafas de sol de montura roja y cristales igualmente rojos.
Al llegar a su altura, sin romper la costumbre, se sonrieron todos y el bajito le deseó un buen día. Ella, en lugar de responderle como cabría esperar, murmuró tímidamente mirando al señor alto:
-¿Sabe que sus gafas son rojas?
-Por supuesto jovencita -le contestó-. Las hemos comprado con la esperanza de que me hagan ver la vida de un color más interesante.
Ambos sonrieron y se alejaron, divertidísimos con el comentario.
Toc, toc, toc, ras, ras…
Al doblar la esquina, como cada mañana, los perdió de vista sin saber a dónde se dirigían. Ddos señores elegantemente trajeados, un señor ciego con gafas de sol rojas y su guía.
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