De María Pardo. Ganadora de la XIV edición www.excelencialiteraria.com
Me resulta curioso el vínculo que une al ser humano con el mundo rural. Tal vez nuestros pueblos sean más que lo que creemos los habitantes de la ciudad, pues en cuanto nos alejamos de ellos para nosotros son conjuntos de construcciones viejas, inhóspitas, ajenas a nuestro mundo.
Desde mi posición urbanita, me siento confundida ante el apego con el que muchos hablan de “su” pueblo. Después de escuchar tantas veces a mi padre y a mis tíos describir Gallipienzo (Navarra) -donde veraneaban en la infancia-, he comprendido que lo más bello de estos parajes es, sin embargo, invisible a la vista.
Cierro los ojos para trasladarme allí y huelo a lluvia y a tierra mojada. En la boca siento el sabor de las tostadas de la abuela, de los caracoles con tomate y de las meriendas bajo la Piedra del huevo. A los oídos me llega el murmullo del viento y el tímido cantar del abejaruco, el jolgorio del río y las conversaciones verpertinas alrededor de una partida de cartas en el castillo. Gallipienzo es la Antonia, el señor de Piedra, Tomás y Petri; es acompañar de caza, a perdices, con los mayores y recoger moras con los pequeños.
Detrás de su carácter trasnochado y amable, los pueblos esconden las piezas del puzzle de nuestra memoria. En vez de quejarme de su suelo pedregoso, cuando vuelva a Gallipienzo me dejaré llevar por su aroma a nostalgia.
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