Relato: ‘La puerta del castillo de hiedra’ de Jorge Buenestado

La puerta del castillo de hiedra de Jorge Buenestado www.excelencialiteraria.com

 

Este es el castillo del que te hablé en mis cartas. Si me estás leyendo, significa que seguiste mis indicaciones y hallaste la entrada, y que has llegado hasta el lugar en el que tengo planeado dejarte este manuscrito. También cabe la posibilidad de que jamás lo encuentres, y entonces mis esfuerzos son en vano. O que lo encuentre otra persona, cosa que dudo.

El castillo está en un estado deplorable, aunque todavía se sostiene piedra sobre piedra. Como habrás visto, los árboles y la hiedra lo cubren todo, lo que deja claro que la Naturaleza es más fuerte que el hombre. Sí; el bosque reclama el terreno que una vez fue suyo.

Conozco todas las leyendas sobre ese lugar, pues docenas de libros de caballería convierten la fortaleza en el escenario de sus relatos. Unas veces es la morada de un hechicero, otras la prisión de una princesa… Pero la verdad dista mucho de todo eso, pues los relatos lo describen como un imponente edificio en la cumbre de una montaña, con más de un centenar de torres y una muralla de contención tan alta que es imposible franquear por medio alguno, además de que en el foso habitan extrañas criaturas.

Por eso, al conocerlo me he echado a reír. Es el castillo de las leyendas, sí, pero no se parece en nada a cómo lo describen esos libros. Admito que si tenemos en cuenta que hace siglos que nadie lo pisa, hay motivos para que los relatos se hayan dejado llevar por la fantasía. Yo mismo esperaba otra cosa, pues como puedes ver solo hay cuatro torreones, una muralla y del foso… nada de nada. Esa es la realidad del castillo, aunque es, indudablemente, el castillo perdido según dos pruebas irrefutables: La primera, el escudo de armas labrado sobre el portón de entrada. Aún gastado por el paso del tiempo y las inclemencias, su heráldica es reconocible. La segunda, la salvaguarda mágica, proporcionada por los colosales árboles que flanquean la fortaleza. Las leyendas hablaban de doce, pero solo quedan cinco. Gracias a ellos los muros todavía se mantienen en pie.

Nada más llegué, me adentré en el patio de armas, sin saber qué me iba a encontrar: si los huesos de los que una vez habitaron estos muros o el tesoro del que especulan las leyendas. Pero el patio estaba vacío, igual que las habitaciones, de las que muchas son inaccesibles debido al derrumbe parcial del piso superior. Pese a todo, he encontrado un cuarto en buen estado donde alojarme.

He tardado tres días en explorar todo el castillo. El primero de ellos hice inventario y salí a buscar provisiones en la arboleda cercana, por donde corre un riachuelo donde me aprovisioné de agua. Después recorrí el salón de banquetes y lo que queda de la torre del homenaje. He hallado restos de algunos muebles, podridos por la humedad, y un espejo plateado muy bonito. Traté de encontrar la corona de la que hablan los relatos, pero no he visto ni siquiera un rastro que me pueda conducir hasta ella.

Durante el segundo día hurgué en los torreones. El del Norte está reducido a escombros. La maleza lo ha cubierto, impidiéndome el paso. En el torreón del Sur, que en tiempos fue la armería, quedan algunas espadas y lanzas melladas y carcomidas por el óxido, la pieza de alguna armadura y un escudo todavía en condiciones aceptables que me he llevado como recuerdo.

El del Este es el que se encuentra en mejores condiciones. Desde una de sus ventanas se ve el río. Tal vez por la humedad que desprende la corriente, la hiedra lo cubre y protege. Sospecho que es la razón por la que ha sobrevivido sin apenas daños. También está vacío. Quizá allí estuvieron los barracones de los soldados.

El torreón Oeste es el más interesante: al trepar a las almenas se pueden contemplar los tocones de los árboles guardianes. Al bajar por sus escaleras de caracol llegué a una puerta trancada a cal y canto. Como no logré abrirla, decidí dejarla para más adelante.

El tercer y último día lo empleé en los patios, lo que fueron los establos, las murallas y las ruinas de los calabozos, cuyas piedras están sembradas de moho. Allí no hay nada que valga la pena. Volví a la puerta del torreón Oeste, pero por más que lo intenté, no logré atravesarla. Probé a forzar su cerradura, pero debía buscar la llave. Eso sucedió en el día de ayer.

Esta mañana investigué en la alcoba real. Allí estaba la llave, debajo de unos bloques de piedra. La tomé con ansias y bajé a la carrera para probarla. Fue esa prisa la que hizo que me resbalara con el musgo. Me he lastimado seriamente una pierna. Entre maldiciones he logrado ponerme en pie, llegar a la puerta y encajar la llave. Como me había quedado sin luz, he tenido que abandonar la investigación hasta mañana. Así que ahora estoy en mi cuarto, desde donde te escribo estas líneas.

No logro imaginarme qué se esconde detrás de esa puerta. Los libros no dicen nada de una cámara secreta. He fabricado una antorcha que mañana probaré, pues me encuentro mejor de la torcedura. Así que, cuando leas esto, habré finalizado mi investigación.

Mañana saldré de dudas.

 

Carmen F. Etreros

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