Crítica de ‘Belfast’: Kenneth Branagh reflexiona sobre la infancia y los orígenes en una de las películas más bellas del año

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Kenneth Branagh, el director de obras como Enrique V, Mucho ruido y pocas nueces o Hamlet, ha vuelto a su mejor nivel. Tras el tropiezo de Artemis Fowl, el cineasta encara su cuarta década en el mundo del séptimo arte ofreciendo un relato más íntimo que nunca, el suyo. Al igual que genios como Paolo Sorrentino o próximamente Steve Spielberg, el británico ha decidido reflexionar en la pantalla sobre su vida. Y lo ha hecho con Belfast, cinta que en todas las quinielas ya se postula como la gran favorita al Oscar junto a El poder del perro. En ella, Branagh vuelca sus recuerdos de infancia en la ciudad irlandesa, donde nació y vivió en su niñez. La película ya puede verse en cines en España y, sin duda, merece la pena hacerlo.

Belfast es la historia de Buddy, un niño de familia protestante en la Irlanda de finales de los años 60. El clima de la ciudad es tenso, con continuas revueltas de los protestantes radicales en contra de los católicos y con un espíritu de lucha obrera y esperanza trabajadora aflorando. En mitad de ese ambiente de crispación, Buddy vive con su madre y su hermano mayor en el barrio. Juega en la calle con sus amigos, va a ver a sus abuelos, recibe a su padre los fines de semana que este logra ahorrar lo suficiente para volver de Inglaterra, en la escuela intenta ser un alumno brillante para poder sentarse al lado de la chica que le gusta… El crispado contexto, sin embargo, poco a poco irá calando en su sencilla vida.

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Y Brannagh logra reflejar todo eso con un acierto espléndido. Las sutilezas del guion y su extraordinaria puesta en escena recrean esa tensión creciente de la que Buddy es ajeno. O al menos pretende serlo. Deudas, política, relaciones complejas, amor, pérdida, dolor, secretos… Al igual que Fue la mano de Dios de Sorrentino, Belfast es básicamente el proceso de madurez de un niño que solo quiere ser feliz y pasárselo bien. Es un camino que todos hemos recorrido, lo que hace muy sencillo entrar en la película y empatizar con lo que ocurre, aunque nuestras circunstancias hayan sido distintas. Las lecciones de vida se van sucediendo una detrás de otra de manera muy orgánica. La implicación del director por darle orden a sus recuerdos es formidable, y el resultado exquisito.

Con todo este mejunje de ideas, la historia de Belfast puede resumirse como una emotiva y evocadora oda al barrio, a la familia y a la niñez. A los orígenes de lo que hemos tenido que irnos de nuestro hogar, pero que siempre lo llevaremos con nosotros. Porque la película va de eso, de lo que dejamos atrás. Y del miedo a la incertidumbre. Es imposible no reconocerse y emocionarse con las vivencias del pequeño Buddy. Reírse con el humor implícito de sus escenas y sobrecogerse con los instantes de mayor tensión. El de Brannagh es un homenaje muy específico y a su vez universal. Y muy optimista pese a la negrura que rodea todo (la elección del blanco y negro es potentísima). Además, se agradece que el filme no sea una sucesión de momentos viscerales e intensos, sino que todo lo que ocurre es ligero y natural, apenas hay secuencias sobredimensionadas ni pedantes. Y cuando las hay, están perfectamente equilibradas.

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Si algo tiene de sobra Belfast es alma. Un alma que se materializa en Buddy, su protagonista. El jovencísimo Jude Hill es todo ternura y corazón. Construye un personaje a medida y se vuelca de lleno para transmitir todas las dudas, contradicciones, miedos y emociones de un niño. También sus ilusiones, su fascinación por el cine y su amor por los que le rodean. Lejos de dejarse superar por lo que le ocurre y le toca vivir, va adaptándose y rebelándose con la inocencia que se le presupone. Porque en eso consiste crecer. Su mirada es de una profundidad sensacional. Carga la película completa sobre sus hombros con una interpretación que es sencillamente maravillosa. Qué gran descubrimiento.

Y no está solo. Junto a él están sus padres, interpretados por Caitríona Balfe y Jamie Dornan. Sus papeles son complicados. Hacen frente a las vicisitudes de la vida a la vez que acompañan a sus hijos en su crecimiento, sorteando baches constantes. Son los dos personajes que entregan las escenas más potentes de Belfast, y lo hacen con gran sensibilidad y contención. Por separado están fantásticos pero juntos hacen un tándem explosivo. La elección del casting es perfecta porque son dos de las mejores actuaciones que se han visto en todo el año. Si se les suma a Judy Dench y Ciarán Hinds como dos estupendos abuelos, la película queda como un sublime ejercicio interpretativo coral.

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Belfast es en esencia un recuerdo. Una reflexión que nos invita a retrotraernos a nuestra infancia mientras contemplamos con sensación agridulce la de su director. Un endulzado relato cuasionírico sobre la madurez que apela a la emoción más pura del espectador. En apenas hora y media, Brannagh firma una de sus películas más redondas. La grandilocuencia de sus potentes imágenes y su exquisita puesta en escena complementan un guion sutil y a la vez muy directo. Y su reparto es formidable, del primero al último. Un filme en el que merece la pena sumergirse para dejarse embaucar una y otra vez.

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