Relato: ‘El pajarillo dorado’ de Guillermo Alonso del Real

0
 'El pajarillo dorado' de Guillermo Alonso del Real
‘El pajarillo dorado’ de Guillermo Alonso del Real

El pajarillo dorado de Guillermo Alonso del Real. Ganador de la XIX edición www.excelencialiteraria.com

Cualquier persona que los conociese aseguraría, con la mano en el pecho, que se trataba de una familia corriente. Cada mañana repetían un mismo patrón de actividades, un movimiento de engranajes a pulso que los permitía subsistir: la madre, Teresa, madrugaba para llegar a la hora a la fábrica de seda, al tiempo que su marido y sus dos hijos mayores acudían caminando hasta la Albufera, en donde prestaban sus brazos en distintas labores agrícolas según la época del año. Sin embargo, Enrique, el pequeño, había nacido demasiado débil; era un niño de piel blanquecina, esmirriado y de mirada enfermiza. Le asustaba que los chicos de la escuela pudieran burlarse de él, así que mientras los suyos se ganaban el jornal, él permanecía en el interior de la vivienda, una vieja construcción soterrada en un terraplén en la carretera de Valencia a Alicante. Allí pasaba ocioso el día, salvo cuando realizaba algún mandado de su madre, lo que no solía ocuparle demasiado tiempo, salvo cuando alguno de aquellos recados le conducía hasta el centro de la ciudad. Entonces daba una vuelta alrededor de la catedral, por donde se admiraba al ver pasar hombres y mujeres vestidos a la moda de comienzos de siglo.

Después acudía a la Lonja, en donde se embriagaba con los aromas de los alimentos que salían a subasta. También aprovechaba para acercarse a la imagen del Mártir sin mano, al que solicitaba un piadoso: «Que hagas feliz a mi familia». De vuelta a casa, echaba carreras para espantar a las palomas que picoteaban las calles.

A Enrique le pesaba en la conciencia comprobar cada mañana que todos los miembros de la familia se desvivían por mantener el hogar a flote. Al caer la tarde, sufría a causa de las miradas furibundas que le dedicaban sus hermanos. Una noche, por si fuera poco, escuchó conversar a sus padres:

–¿Viste lo que hacen en el pardal de San Juan? –le preguntó Teresa a su marido.

–Tú dirás… Bastante tenemos con lo nuestro –bufó cansado Vicent.

–Nada… Nada… Como dices, sigamos a lo nuestro.

Él resopló.

–Vamos, dime. 

–No, así no –protestó Teresa.

–Dímelo, por favor –replicó Vincent, rascándose la calva de la coronilla.

Ella accedió complacida.

–Allí llevan a los chicos que no sirven y los dejan maravillados, mientras ellos…

Alguien interrumpió a Enrique, que escuchaba sigiloso.

–¿Qué haces ahí escondido, culebrilla? –le pateó su hermano.

El niño cayó de espaldas.

–No chilles, que los padres van a pillarme –Enrique susurró alterado.

–¡Y a mí qué, inútil!

Asustado por la posible reacción de sus padres, el niño abandonó la casa a la carrera y, por primera vez, sin rumbo fijo. Dobló calles y se sumergió por los callejones de la ciudad, hasta que se le hicieron insoportables los pinchazos que sentía en el costado. 

Enrique levantó la vista, para encontrarse con la iglesia de los Santos Juanes, un templo cuya fachada tenía formas retorcidas. Lo coronaba un campanario, que en su capitel sostenía un pájaro dorado, el pardalet de Sant Joan le llamaban. Decir que el pequeño se encandiló de aquella figurilla es poco. En un instante lo representó como una imagen de la libertad. Todo aquello de lo que por sus limitaciones físicas era incapaz de hacer, se esfumó ante la silueta alada. 

A partir de aquella noche, era habitual que se quedara con la boca abierta mientras se veía sobrevolando Valencia sobre el ave. Un interrogante se le clavaba en las sienes al recordar las palabras de su madre:

«¿Qué harían los niños que no sirven, frente a aquel pájaro dorado».

                                                                      ***

–Acompáñame al mercado, Enrique.

El niño miró a su madre suplicante.

–Está bien. Luego te llevaré a ver al pajarillo.

Teresa dirigió una mirada a su esposo, que permanecía recostado en su butacón. Este asintió con la cabeza mientras daba una chupada a su pipa.

–Adiós, hijo –se despidió su padre sin mirarle.

Después de que su madre regateara los precios de los alimentos en el mercado, llegaron a la plaza donde se alzaba la iglesia de los Santos Juanes. A esas horas, era un hormiguero de personas que iban y venían. Enrique observó cómo el pajarillo, a la luz vespertina, refulgía en tonos de bronce acaramelado. Absorto en su visión, se mantenía absorto a los empujones, y palabras insolentes de los viandantes. 

Guillermo Alonso del Real
Guillermo Alonso del Real

Cuando buscó a tientas la seguridad de la mano de su madre, descubrió que la mujer había desaparecido. Entonces un mosén se abrió la puerta de la iglesia, buscó al niño y lo invitó a pasar.

 

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *