‘Mis vinilos’ de Mateo Abellanas

Mi padre me regaló su tocadiscos junto con una parte de su amplia colección de vinilos de música clásica. Lo he colocado junto a mi mesa de estudio, y en estos momentos reproduce una edición limitada de Linkin Park, que es una joya.
Escuchar música en este aparato antiguo y original –así como coleccionar discos– se ha convertido en mi afición preferida. Además, he adquirido algún LP recientemente. Pero los buenos de verdad, son los que mi padre atesora en su despacho, así que tengo que andar pidiéndoselos cada vez que quiero escucharlos.
Me fascina tomar cada álbum y gozarme la vista con su portada. Enseguida, con una épica lentitud, introduzco la mano para extraer el vinilo, que sale envuelto en una ligera funda de plástico blanquecino que retiro con cuidado, tomando el disco con delicadeza, apoyando sus bordes en el talón de mis manos. Lo alzo y observo con atención, y lo huelo antes de colocarlo en la pletina del tocadiscos. Antes de encenderlo, con un trapito quito el polvo que pueda tener la superficie, con mucho cuidado y cariño. Cuando al fin prendo el aparato, el vinilo comienza a girar. Libero el brazo de la aguja, que coloco sobre las primeras rallas del disco, en donde provoca un satisfactorio crujido que se cuela por los altavoces. Ya solo me queda maravillarme con la música que mana por toda la habitación. Y cuando esta concluye, observo con deleite cómo la aguja y el brazo regresan automáticamente a su lugar original. Entonces repito la operación, pero al revés: saco el vinilo de la pletina, lo envuelvo en su funda, lo meto en su carcasa de cartón, vuelvo a ver las imágenes que lo decoran y lo dejo en el lugar del armario que le corresponde.
La verdad es que he cogido un cariño casi idolátrico al tocadiscos y sus discos. Gasto y malgasto toallitas húmedas en su higiene, y me derrumbo cuando descubro que algún ejemplar se ha rallado de manera involuntaria. Las motas de polvo saben que segundos después de posarse serán desalojadas. Incluso siento que ha valido la pena invertir la mitad de mi escritorio para darle un hogar.
Ahora me embarco en la dura travesía que supone el coleccionismo. Me enfrento a los paseos interminables por los mercadillos del pueblo; a la decepción de que alguien se me haya adelantado y no encuentre esa pieza que falta en mi colección; a lidiar con el almacenamiento (porque si encuentro un disco especial, no pienso esconderlo entre los demás álbumes. Será una necesidad vital exponerlo en algún lugar visible de mi cuarto).

Cada vez que pongo el aparato en marcha, el vinilo danza su baile giratorio. Su música, de pronto, me saca a bailar. Danzo al son de Frank Sinatra, Joaquín Rodrigo o Michael Jackson. De pronto, yo soy el que roto sobre mí mismo, sobre la pletina. La aguja está posada sobre mí, acariciándome, mientras canto aquello que tengo grabado sobre los surcos de mi superficie. En mi movimiento rotativo me olvido de todo, ensimismado, hasta que mi madre me avisa de que la comida está lista. Entonces la aguja se retira, melancólica, me detengo y dejo de ser aquel vinilo para reconocerme en el adolescente de siempre. Mientras introduzco el disco en su carcasa, susurro un «volveré pronto». Y siempre cumplo la promesa.