Relato: ‘Cuando Julia escuchó a Amenoth’ de Emilia Carrasco

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Emilia Carrasco
Egipto

Por Emilia Carrasco. Ganadora de la VIII edición www.excelencialiteraria.com

No puedo ni pensar en que tu estatua peligre, cuando percibo en mis adentros un alma en adelante inmortal.”

Julia se detuvo entre los colosos de Amenoth El Egipcio, con los ojos encendidos por la curiosidad. Había hecho una pausa para recuperar el aliento, pues el corazón le latía con fuerza después de haber avanzado a trompicones por el sendero rocoso que conducía al templo desaparecido. Le dolían los pies; sus sandalias amenazaban con deshacerse y la túnica con la que se había vestido se le enredaba en las piernas, haciéndola tropezar una y otra vez.

A su alrededor, murmuraba el cortejo de Adriano Augusto y Vibia Sabina. Lo presidían los sacerdotes. Sus voces, aunque solemnes, se desvanecían en el aire sin dejar rastro. De hecho, Julia sólo oía el murmullo del viento que pasaba entre las piedras. Tenía la sensación de que el templo había sido castigado no solo por los siglos, sino también por los dioses del Inframundo. Una maldición silenciosa pesaba sobre aquel rey, del que apenas quedaba la semblanza de su nombre.

Julia había divisado los colosos desde lejos, mucho antes de que su barco alcanzara puerto. Los sacerdotes habían acudido a recibir a Adriano con cánticos e incienso bajo el sol otoñal. A medida que fueron desplazándose por la ribera del Nilo, parecían caer por la espiral de un rito antiguo. Les habían narrado la historia de Amenoth, un rey cuya fama se había entretejido con la del héroe griego Agamenón. No en vano, cuando los griegos ocuparon Egipto, pensaron que aquellas estatuas representaban a su mítico monarca. Julia, a su vez, se convenció de que aquellos gigantes de piedra, con el rostro desdibujado por el tiempo, encarnaban a cualquier rey que uno se quisiera imaginar; ahí residía buena parte de su misterio, de su belleza.

Aunque estuvieran estropeados, aquellas dos maravillas que sumaban arquitectura y escultura imponían respeto. Las estatuas monumentales se alzaban en medio del árido paisaje. Sus cabezas, bloques erosionados de piedra caliza, habían perdido a través de los siglos buena parte de sus rasgos. Una de ellas estaba casi partida en dos, como si el propio faraón hubiese sido atravesado por un rayo. Las grietas que cruzaban su torso sugerían una muerte violenta.

Los sacerdotes les informaron de que aquel templo había sufrido terremotos e inundaciones, dejando apenas unas muestras de la sombra de su antigua grandeza. Pero los dioses, en su clemencia, le habían concedido un don a Amenoth: que los visitantes que se sentaran a esperar el atardecer cuando se levantaba el viento por el horizonte, le escucharían cantar desde la eternidad.

Un grito suave escapó de los labios de Sabina Augusta, incapaz de contener su entusiasmo. Julia sonrió.

«El arte», pensó, «no es arte si no nace de la naturaleza. Incluso un coloso herido tiene un propósito».

Adriano, conmovido por la expresión de su esposa, se arrodilló ante las estatuas con los brazos cruzados sobre el pecho, rindiendo homenaje al antiguo faraón. Los sacerdotes lo flanqueaban en silencio y el Nilo corría a lo lejos. Su corriente era lo único que Julia conseguía oír mientras descendía el sol con una luz dorada bañó a los colosos de piedra, al tiempo que el aire se iba enfriando.

Julia se mantuvo inmóvil, expectante. Primero fue un silbido como el canto de un ave lejana. Luego se repitió en distintos lugares, formando notas que se transformaron en una melodía sutil, como si alguien tocara una flauta desde el fondo del tiempo. Era la música de Amenoth, atrapada en el monumento, que revivía para saludar al emperador romano. Adriano miró a Vibia Sabina con una sonrisa franca. Ella le respondió un visaje de orgullo, pues él, el Augusto, había sido reconocido por los reyes del pasado.

La melodía cesó tras unos minutos y el silencio sagrado volvió a envolver el templo. Los sacerdotes felicitaron al emperador, pues pocos eran dignos de escuchar el canto de Amenoth. Inmediatamente, el cortejo se puso en marcha hacia las orillas del Nilo, dispuesto a disfrutar de un banquete bajo el cielo teñido de violeta.

Julia se quedó atrás. Tenía los ojos llenos de lágrimas y el frío empezaba a calarle los huesos. Su mente no podía apartarse de aquella música divina. Le estremecía que el faraón, milenios después de su fallecimiento, tuviera quien lo recordase.

Sintió un cosquilleo en las manos: era la necesidad urgente de crear, de cruzar el velo entre lo real y lo eterno. Quería convertirse en una artista a la que poseyeran los dioses. Su cuerpo seguía anclado a la tierra, pero su espíritu danzaba más allá de Egipto. Intuía que en ese templo había algo que escapaba a toda medida humana. Las estatuas, mudas y colosales, le devolvían la mirada.

Julia se incorporó con decisión. Deseaba dejar allí su marca, como todos los visitantes que pasaron antes que ella. Quería que quienes vinieran en el futuro la recordaran cuando solo fuese polvo. Se aseguró de estar sola y a los pies de una de las estatuas, donde aún quedaba un espacio entre relieves y nombres cincelados en griego, comenzó a escribir con una esquirla de piedra caliza. Las palabras le fluían sin esfuerzo, guiadas por una fuerza ajena. Era la de Amenoth, que hablaba a través de su mano.

Emilia Carrasco
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Caligrafió aquellas palabras con cuidado para no dañar la escultura:

 «Hoy habló el viento del Nilo,

y el rey despertó en piedra dormida.

Yo, Julia, fui testigo del canto,

y escribo para no olvidar la música del sol.

Estampó su firma con temblor y alzó la vista al cielo, memorizando cada instante de aquella tarde. Soltó un suspiro y cruzó una última mirada con la estatua. Deseó, en silencio, que alguien la recordara como habían recordado al rey Amenoth.

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